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La “puta de los nazis”, Leni Riefensthal


“Sólo razones de mucho peso podrían hacer que Hitler se decidiese por la guerra”, justifica Leni Riefenstahl (1902-2003) en sus memorias, que ahora publica Lumen. “Los repetidos esfuerzos del gobierno alemán para llegar a un acuerdo con Polonia fueron infructuosos”, excusa al Führer que, en palabras de la fotógrafa y cineasta, quería “únicamente” una comunicación por tierra con Prusia oriental y reincorporar Gdansk al Reich alemán. “Creía que finalizaría en breve tiempo”, disculpa a Hitler en su movimiento. La primera página del capítulo dedicado a sus años bélicos no tiene desperdicio.   

Nada más conocer la invasión reflexionó sobre el modo “en que podía ser útil”. No pensó cuántas personas iban a morir por la irrupción de las tropas nazis en el país vecino o la legitimidad de la decisión. Una vez abandona la idea de convertirse en enfermera, decide seguir su camino propagandista que tantos beneficios le ha dado con películas El triunfo de la voluntad (1934), Día de libertad. Nuestras fuerzas armadas (1935) y Olympia (1938), y organiza un grupo de reporteros de guerra, redacta un informe sobre lo que pretendían hacer ella y sus chicos a favor de la guerra y acudió a la Cancillería del Reich “con la esperanza de poder entregar la lista y el informe a uno de los oficiales de Hitler vinculados al ejército”.

En 24 horas la Wehrmacht le aprobaba el plan y le mandaba unos uniformes de color gris azulado. Les enseñaron a andar por el Grunewald con máscara antigás y pistola. Ya estaban preparados. La guerra era poco menos que un accidentepara una de las personalidades más controvertidas del siglo XX, que en 1987 decidió poner por escrito su versión de los hechos, y confirmar despejando cualquier tipo de duda –aunque no fuera su intención- su posición en la historia del acontecimiento más sangrientodel siglo XX. Lo mejor que se puede decir de este repaso autobiográfico es que, aun con los arreglos y maquillajes que cabe esperar, no cuestionó su admiración, entrega y devoción por Hitler.

A pie de guerra

Recuerda su primera posición en una pequeña población polaca cercana a Konskie, donde a los ojos de Riefensthal “reinaba una gran animación”. Se refiere a soldados, motos y camiones de aquí para allá, ocupando las calles, tropas, el jaleo prebélico. Animadísimo. Al amanecer unas balas atraviesan la lona de su tienda: “No había imaginado que fuera tan peligroso”. Está en el frente de una guerra que, de momento, no ha crecido a escala mundial y se sorprende por lo comprometido del asunto. Quizás pensó que viajaba al mayor set de rodaje en vivo que jamás tuvo.
Para la cineasta los soldados alemanes son justos e indulgentes, no como la sanguinaria población polaca que acabó con la vida de las milicias que llegaban a su país para invadirlo. Cuenta cómo los nazis abatieron a varias decenas de civiles: “Más de treinta polacos cayeron víctimas de aquel absurdo y desenfrenado tiroteo. Cuatro soldados alemanes resultaron heridos”, vamos que creyó la explicación de un asesinato colectivo desencadenado por una tontada.
Leni no se esfuerza por humanizar al fanático. Es una octogenaria ante su memoria y no le cabe ninguna duda de que Hitler es un ser digno de idolatría. Su natural voluntad por encontrarle una coartada tras otra al Führer llega al ridículo sumo cuando pone voz al líder nazi, con cuarenta años de retraso: “Es ya la tercera vez que pedimos al gobierno polaco que entregue Varsovia sin lucha. Mientras haya mujeres y niños en la ciudad, no quiero que se dispare. Quiero que se haga una vez más una oferta de capitulación y que se intente convencerles de lo absurdo de su negativa. Es una locura disparar contra mujeres y niños” -oh, protector de los indefensos polacos recién asaltados- “Eso dijo Hitler. Si lo hubiera sabido por una tercera persona, no me lo habría creído. Pero escribo la verdad”.

La verdad y la mentira pasa tan indefinida por estas páginas como la ingenuidad y el cinismo. ¿A cuál de todas esas Leniscreer? Sea como sea, su actitud es tan irracional que no puede ser entendida más que como una postura que trata de hacer pasar a la mentira por otra cosa. Asegura que en Berlín, a pesar de la guerra, la industria cinematográfica seguía produciendo películas como si nada pasara. Bueno, en realidad, algo había cambiado: “A Goebbels le interesaban sobre todo los temas patrióticos y divertimentos de toda clase, para por una parte orientar a los espectadores hacia el objetivo de la guerra, y por otra distraerles de sus preocupaciones”. La relación entre el ministro de Propaganda nazi y la cineasta fue muy tensa, gracias a ello sus reflexiones sobre la figura del siniestro personaje tienen un calibre más certero que cuando se refiere a otros personajes como Speer o el propio Hitler. De todas maneras, volviendo a la cita, para Riefensthal la censura de alguien que determina el pensamiento de una nación, en pleno exterminio, es una manera cualquiera de hacer cine.   

Encuentros con Dios

Si algo aclaran estas memorias es que la controversia sobre su personalidad está infundada: es exactamente lo que aparenta, el brazo armado de la propaganda nazi. Se derrite al recordar los encuentros que mantiene con Hitler, como cuando éste fue a visitar a Leni durante una convalecencia y le invitó a que, una vez terminada la guerra, escribieran juntos guiones de cine. Era un momento dulce en la carrera bélica del Führer, el mundo estaba a sus pies y tendía puentes a la esperanza… “Cuando todo acabe”. Le habló largo y tendido, dice, de cuán importantes eran las buenas películas. La mayor preocupación de Hitler en los primeros años de conflicto era hacer buen cine. “Si las películas se hicieran de forma genial, podrían cambiar el mundo”, dijo Hitler, el hombre que prefirió hacerlo enterrando a Europa en el horror de la barbarie.   
En esa primera charla sobre cine, el caudillo esgrime una idea que le garantizaría la inmortalidad fílmica: “Imagino una cinta de un finísimo metal, que resultara inalterable con el paso del tiempo y a las influencias de la intemperie, y que durara siglos. ¡Figúrese usted si dentro de mil años la gente pudiera ver lo que ahora estamos viviendo!”, su obra, su tesoro, su inmortalidad. Hablaba en aquel encuentro como si la guerra hubiera terminado a su favor, como si vivieran en paz, como quien cuenta un chiste macabro.

En su último encuentro, el 30 de marzo de 1944, un año antes de la muerte de Hitler, un Mercedes negro recogió a Leni y a su pareja Peter Jacob, el primer teniente de la infantería de montaña, “soldado activo de la división de cien mil hombres y desde el primer día de la guerra en el frente”. Merece detenerse, un momento, en este personaje al que conoció durante su rodaje de Tierras bajas, para extraer el momento tórrido de las casi mil páginas del volumen: “Entonces llamaron a la puerta. A mi pregunta de quién era, no recibí respuesta. Llamaron más fuerte, y nadie respondió. Entonces golpearon la puerta violentamente. Indignada, la entreabrí. Peter Jacob estaba ante la puerta; introdujo la bota por el resquicio, entró a la fuerza, cerró la puerta con llave por dentro y, tras una fiera resistencia, logró su propósito. Yo no había conocido jamás una pasión como aquella, y nunca había sido amada de tal modo. La experiencia fue tan profunda, que cambió mi vida. Era el comienzo de un gran amor”.
Juntos ante Hitler, finales de marzo de 1944, comprueban que aquella magna figura perdía fuelle, se escurría por su uniforme, su figura contraída y el temblor de una mano. “Desde la última vez que nos habíamos visto, Hitler había envejecido. Pero a pesar de ello seguía irradiando el mismo magnetismo de siempre. Me di cuenta de que los hombres y las mujeres que lo rodeaban obedecían sus órdenes a ciegas”. ¿Por qué sería?

El escollo británico

Él habló sin parar durante una hora, sin interesarse por nada y por nadie más que por sí mismo. Sólo le preocupaban tres temas. Uno, la reconstrucción de Alemania después del final de la guerra. “Alemania –dijo Hitler- resurgirá de las ruinas más bella que nunca”. Dos, Mussolini, el único italiano excepcional, que arrastraba la maldición de su pueblo. “La entrada de Italia en la guerra fue para nosotros una carga”. Y tres, Reino Unido, su gran dolor. Dice Leni que algunos de sus generales creían que su predilección por los británicos era tan grande que aplazó con todo tipo de pretextos la invasión de la isla y el final renunció a ello.

“La idea de destruir Gran Bretaña por completo le habría resultado insoportable. Su sueño político de construir con Gran Bretaña un mundo que se ajustara a sus propias concepciones contra el comunismo se vino abajo”…. Entonces Hitler se puso a temblar y a vibrar de rabia, apretó los puños y gritó: “¡Tan cierto como que estoy yo aquí, jamás volverá un británico a hollar con sus pies suelo alemán!”.
Asegura que para entonces sus sentimientos hacia Hitler se habían enfriado, porque le parecía “terrible” que “no buscase ningún medio para poner fin a aquella guerra asesina y sin esperanza”.
La única referencia al Holocausto que hace Leni Riefenstahl aparece cuando el otoño de 1942, al llegar de los montes Dolomitas vio en Munich, “por primera vez”, que los judíos “llevaban una estrella de David amarilla cosida en la ropa”. Explica que sintió “indignación y vergüenza”. Cuesta más creer cuando, además, declara que no supo hasta después de la guerra que les conducían a campos de concentración para ser exterminados. Difícil de creer en alguien tan cercano a la cúpula nazi, que viajaba por los montes de Europa central y llegó a España en 1943 buscando localizaciones para su película -siempre su película, por encima de todo, su película.
Cuesta tanto creer en su palabra hoy y entonces. Al día siguiente de la muerte de Hitler ella no tiene lugar en el que alojarse, busca la puerta de sus amigos y familiares, que le muestran que no están dispuestos ni a perdonar ni a olvidar: “¿Creíste que te ayudaríamos? ¡Puta de los nazis!”. 


Hallado en EE.UU. el cuaderno de memorias de ideólogo nazi Alfred Rosenberg



El Gobierno estadounidense recuperó 400 páginas del diario perdido de Alfred Rosenberg, confidente de Adolf Hitler que desempeñó un papel clave en el exterminio de millones de personas, fundamentalmente judíos, durante la Segunda Guerra Mundial.

Una evaluación preliminar del Gobierno de Estados Unidos afirma que el diario podría ofrecer un nuevo punto de vista sobre las reuniones de Rosenberg con Hitler y otros líderes nazis, como Heinrich Himmler y Herman Goering.

También incluye detalles sobre la ocupación alemana de la Unión Soviética, incluidos los planes para el asesinato masivo de judíos y europeos del Este.

"La documentación es de considerable importancia para el estudio de la época nazi, incluida la historia del Holocausto", según el informe, preparado por el Museo Estadounidense Conmemorativo del Holocausto.

"Un análisis superficial del contenido indica que el material arroja nueva luz sobre una serie de temas importantes relacionados con la política del Tercer Reich. El diario será una fuente importante de información para los historiadores que complementa, y en parte contradice, documentación ya conocida", agrega. 

No está claro cómo lo escrito por Rosenberg, ministro del Reich que fue condenado en Nuremberg y ahorcado en 1946, podría contradecir lo que dan por cierto los historiadores. No se pudieron conocer más detalles sobre el contenido del diario, y un funcionario estadounidense dijo que el análisis del museo seguía siendo preliminar.

Pero el diario incluye pormenores de las tensiones entre los altos mandos alemanes, en particular la crisis causada por el vuelo de Rudolf Hess a Reino Unido en 1941, y el saqueo de arte en Europa, según los primeros análisis.

Se espera que la recuperación se anuncie esta semana en una rueda de prensa en Delaware con funcionarios del departamento de Inmigración, el de Justicia y del museo del Holocausto.

El diario ofrece una colección de lo escrito por Rosenberg entre la primavera de 1936 y el invierno de 1944, según el análisis del museo. La mayor parte está escrita con la letra cursiva de Rosenberg, siendo algunas páginas cortadas de un libro de contabilidad y otras, la parte de atrás de una hoja oficial nazi, dijeron los analistas.

Rosenberg fue un poderoso ideólogo nazi, particularmente en cuestiones raciales.Dirigió el departamento de Asuntos Exteriores del partido nazi y editó el periódico nazi. Varios de sus memorandos para Hitler fueron citados como pruebas durante los juicios de Nuremberg tras la guerra.

Además, Rosenberg dirigió el sistemático saqueo de propiedades artísticas, culturales y religiosas de los judíos en toda Europa.

Fue condenado por crímenes contra la humanidad y fue uno de la docena de altos cargos nazis ejecutados en octubre de 1946.

Su diario, que usaron como prueba los fiscales en Nuremberg, desapareció tras el juicio.

Memorias de Katrin Himmler: "Los hermanos Himmler"



La politóloga e historiadora alemana Katrin Himmler ha pasado su particular "catarsis" con su libro biográfico "Los hermanos Himmler", en el que desenmascara la idea de que el virus nazi sólo inoculó al jerarca de las SS, su tío abuelo Heinrich Himmler, sino que también afectó a su abuelo Ernst.
En una entrevista concedida a Efe, Katrin Himmler, que atesora un más que correcto castellano, comenta que con este libro quería hablar de "los diferentes niveles de responsabilidad en el nazismo" y señala que sus investigaciones le permitieron descubrir que "estuvieron implicados más miembros de mi familia", entre ellos su abuelo Ernst.
La idea de investigar sobre la familia era algo que le rondaba por la cabeza ya desde su primera juventud, pero "no había planificado la redacción de un libro".
Su padre fue el que le puso sobre la pista de algunos archivos familiares y oficiales: "Particularmente me interesaba la relación entre mi abuelo Ernst, hermano pequeño de Heinrich, sin embargo al acudir al archivo me di cuenta de que había más relación entre todos los miembros de mi familia y el jefe de las SS de lo que se había aceptado en general y en el círculo familiar".
Esa relación, piensa Katrin, fue "muy representativa de lo que sucedió en Alemania, con unos perpetradores de crímenes y unos ciudadanos normales que apoyaban de manera más o menos pasiva al nazismo".
"Los hermanos Himmler" (Libros del Silencio) fue también una oportunidad ejemplar para ver el origen del nazismo, lo que sucedió tras la Primera Guerra Mundial y durante la República de Weimar.
"De hecho, hasta 1923 la familia Himmler era una familia normal de la burguesía, monárquicos, conservadores, religiosos, pero no particularmente nazis, y después de 1933 la mayoría siguió siendo una familia muy normal", anota.
En su investigación, Katrin descubrió que estaban implicados con el nazismo su abuelo, Gebhard, hermano mayor de Heinrich Himmler, y muchos más miembros de la familia.
Durante muchos años después de la II Guerra Mundial, en su familia no se habló de la responsabilidad, con la idea instalada de que Heinrich, ya había purgado por todas las culpas.
"Si se compara lo que hizo Heinrich con lo que potencialmente habían hecho los otros no era nada, pero eso no quita que no fueran ajenos a las aspiraciones políticas y a las atrocidades cometidas por Himmler", jefe de las SS y cerebro del sistema de campos de concentración.
Esa lógica de que las atrocidades fueron cometidas por un reducido grupo de nazis se fue repitiendo hasta las décadas de los 60 y 70 y no se planteaba nada sobre la responsabilidad de la gente normal.
En Alemania, añade Katrin, se decía en la época que "los alemanes estaban enfadados con Hitler no tanto por haber entrado en guerra, sino por haberla perdido".
Aunque Katrin no escribió el libro con un fin catártico, su realización tuvo como consecuencia un efecto terapéutico.
Uno de los momentos más duros del proceso, confiesa, fue descubrir que su abuela Paula, la única de su generación a la que conoció, mantuvo vínculos con nazis después de la guerra.
Katrin trata de explicar la actitud de su abuela por que "en los años 50 la gente no quería tener contactos con las familias nazis, por tanto no tuvo más remedio que mantener la misma red social que tenía antes de la guerra", sin embargo, ha podido constatar que "en los últimos años de su vida cambió esa percepción".
La actitud de su abuela era "la posición típica de muchas mujeres alemanas de la época que, sin posibilidades de ascender en el sistema político por ser mujeres, se desentendían de la política y aseguraban que no sabían nada, que sus maridos no les habían contado nada".
"A mi abuela -continúa la autora- le costaba aceptar que los mejores años de su vida, entre 1933, año de su matrimonio, y 1945, cuando murió su marido, fueron los peores de la Historia" de la humanidad
Además, "los alemanes, que se habían creído que eran los jefes del mundo, experimentaron un shock al comenzar a pasar hambre en la posguerra, y en ese contexto, para las familias nazis todavía fue peor la caída, porque eran los jefes de los jefes del mundo".
A pesar de que en sus inicios contó con el apoyo de su padre, llegó un momento en que "él ya tuvo suficiente" y Katrin tuvo que continuar el camino "en solitario" y eso resultó en algunos momentos "muy difícil".
Su matrimonio con un judío israelí descendiente de una familia superviviente del gueto de Varsovia fue otro factor que le llevó a profundizar en la investigación.
Katrin discrepa de la posición de muchos descendientes de los nazis que optan por no tener hijos por pensar que la ideología nazi se transmitirá de manera hereditaria: "Emocionalmente puedo entenderlo, pero creo que eso supone continuar con la idea nazi de que hay sangre buena y sangre mala, de que la gente que tiene sangre mala no debe tener hijos".
En la actualidad, Katrin, que vive en Berlín, prepara ya dos nuevos libros, "uno sobre las familias de nazis y como afectaban a los hijos y los nietos, y otro es una biografía diferente, de un emigrante alemán que se fue a Argentina hace 100 años".
Por Jose Oliva

Cásate y sé sumiza



La editorial Nuevo Inicio, una iniciativa directa del Arzobispado de Granada, ha editado el libro titulado Cásate y sé sumisa, de la autora italiana Costanza Miriano, en el que por 16 euros se enseña la "obediencia leal y generosa, la sumisión". La autora, periodista, casada, madre de una familia numerosa y "sumisa", se cuestiona qué viene después del beso final de los cuentos y películas y recalca, según la editorial, que "ahora es el momento de aprender la obediencia leal y generosa, la sumisión". Y, rápidamente, esta iniciativa ha despertado la indignación entre la sociedad civil y organizaciones políticas. El PSOE, IU, CCOO o el Insitituto de la Mujer han algunos de los que primero se han pronunciado. 
El sindicato CCOO de Granada ha pedido hoy la retirada del libro al considerar "intolerable" que la Iglesia "se lucre" promoviendo la violencia machista. La responsable de Mujer de CCOO de Granada, Maylo Sánchez, mantiene en un comunicado que este libro refuerza los roles y estereotipos sobre las mujeres y los hombres, que sitúan al varón en "una situación de supremacía sobre la mujer".
En su opinión, esta desigualdad en las relaciones de poder son el origen y consecuencia de la violencia machista, "una forma de terrorismo que se ha cobrado cerca del millar de víctimas en la última década", mientras que son muchas las que padecen acoso sexual. Considera que es un discurso "tan arriesgado como peligroso" incidir en la sumisión de las mujeres, dado que históricamente se ha demostrado que esta "lógica de desigualdad" que predica la Iglesiaperjudica seriamente la salud de las mujeres al incitar a la violencia de género.
CCCOO asegura que el libro vulnera la ley de Igualdad y la Constitución
CCOO entiende además que este libro vulnera la ley de Igualdad y la ley Orgánica de Medidas de Prevención contra la violencia de género y la propia Constitución, dado que estas leyes instan a los poderes públicos a remover todos los obstáculos que impidan que las mujeres sigan soportando situaciones de desigualdad y violencia.
Mientras, desde IU han comparado al arzobispo de Granada, Javier Martínez, con el imán de Fuengirola condenado por incitar a la violencia machista. El coordinador general de IULV-CA, Antonio Maíllo, ha anunciado en rueda de prensa que han pedido que la Fiscalía acuse al arzobispo de un delito de apología de violencia de género por publicar el "infame" libro de la italiana Costanza Miriano, que enseña a la mujer "obediencia leal y generosa, la sumisión".
El propio PSOE ha registrado varias preguntas al Gobierno sobre las actuaciones que va a adoptar para evitar que el libro haga apología del machismo.Según ha explicado la portavoz parlamentaria de la Comisión de Igualdad, Carmen Montón, el Gobierno debería intervenir para defender los derechos y la imagen pública de las mujeres, en cumplimiento de la ley de Igualdad. "Hacer apología del machismo o de la misoginia no debería caber en ninguna editorial en España y menos que estuviera patrocinada por la Iglesia", ha lamentado Montón.
"Hacer apología del machismo o de la misoginia no debería caber en ninguna editorial"
Para la diputada socialista, el libro "no contribuye a la lucha contra la violencia de género, sino que echa leña a ese fuego de la violencia machista". El libro es un ataque a la igualdad de oportunidades y de trato y profundiza "en la discriminación y en los estereotipos de género que subyacen por debajo de este tipo de violencia", ha insistido. El libro "ataca los principios básicos de la igualdad", lo que estima que es "suficientemente grave para no quedarse callado", ha insistido, pues "es una vulneración de nuestros derechos, nadie nos puede decir que seamos sumisas o que bajemos la cabeza", ha concluido.
Por su parte, la Asociación Granada Laica ha pedido al Arzobispado que retire su apoyo al libro, al considerarlo "aberrante" e "inconstitucional". El portavoz, Manuel Navarro, ha dicho que el Arzobispado de Granada se ha convertido en "cómplice" de un libro "aberrante" que va en contra de los Derechos Humanos y la igualdad de la mujer.

Judíos condenando a judíos

Jacob Presser decidió relatar el controvertido tema de los judíos colaboracionistas con el régimen nazi. Muchos son los libros que han abordado el dramático tema de los campos de concentración. Algunos han sido relatados desde un punto de vista biográfico-histórico y otros han optado por tomar una forma más literaria, llegando a dar forma a auténticas obras de arte, como son los casos de “Si esto es un hombre” o "La escritura o la vida”. “La noche de los girondinos” se mueve a camino de ambas posibilidades pero sobre todo llama la atención por su osadía de, siendo escrito por un judío, centrarse en la actitud de algunos de los pertenecientes a esa religión frente a la barbarie. Uno de los debates filosóficos y morales más polémicos a raíz de los hechos cometidos por la ideología nazi, es el análisis del comportamiento del ser humano cuando se ve en una situación tan extrema y entra en contradicción el sentimiento universal de justicia con el de la supervivencia, y hasta qué punto esta último sirve como excusa para no tomar partido. Jacob Presser, escribió este libro en 1957 con la intención de hacer una revisión de la memoria colectiva de los judíos-holandeses y el comportamiento de muchos de ellos ante la ocupación alemana. Este historiador debido a su situación personal vivida, colabora con la resistencia desde la clandestinidad mientras que su mujer muere asesinada en un campo de concentración, se ve en la obligación moral de desempolvar muchas de las cosas que sufrió en primera persona y otras de las muchas que ha estudiado para escribir “La noche de los girondinos”. Ya en su momento escribió un libro de poemas dedicado a la memoria de su mujer, “Orpheus”. Ante todo estamos ante una mirada profunda al ser humano, como casi siempre en estos casos también dolorosa, y cómo en momentos de total sufrimiento es capaz de convertirse en un monstruo cruel o en lo contrario, es decir, como dice entre sus páginas, convertirse, de verdad, en un hombre. Pero también tiene mucho de intento por saldar cuentas con aquellos que por preservar su integridad, miraron hacia otro lado, dieron chivatazos o directamente colaboraron en el exterminio de sus iguales. Tanto tiene este libro de mirada necesaria al pasado que el gobierno holandés regaló en su momento de edición miles de copias en la Semana del libro holandés, más tarde le otorgaría el premio Van der Hoogt. Construido a medio camino entre la ficción (de personajes y situaciones concretas que no de la escenificación) y la biografía, no se trata como deja claro el escritor desde un principio de un empeño literario sino de una necesidad por contar lo que allí sucedió. Este hecho se deja notar en que el inicio resulta algo deslavazado e inconexo. Según transcurre algo el relato, no tiene más de 100 páginas, consigue crear la suficiente tensión para interesar al lector por la deriva de los personajes y su historia, gracias también a ser contado a modo de flashback. Jacques Henriques, el protagonista de la novela, simboliza en su periplo vital todas las actitudes que el autor quiere mostrar. Desde la “neutralidad” impartiendo clases en un colegio, hasta su colaboracionismo directo, formando parte de los Servicios de Orden (las SS judías) tras ser reclutado por el hijo de uno de los mandamases del campo de concentración Westerbork, y acabando por su redención a raíz de entablar amistad con una suerte de rabino. No estamos ante un libro que destaque sobremanera por su calidad literaria, cosa que dicho sea de paso no parece ser la intención de su creador. Lo que si posee “La noche de los girondinos” es toda la fuerza nacida de revelar una verdad, trágica y desconocida, que investiga en el alma humana y en los mecanismos que “ayudaron” a mantener uno de los episodios más deleznables de la historia. Aunque centrado en un momento histórico determinado no hay que dejar pasar la reflexión que efectúa para aplicarla a muchos de los acontecimientos que suceden hoy en día a nuestro alrededor.

Recursos inhumanos. Los guardianes de los campos de concentración


«En los campos de concentración y de exterminio, los verdugos no solo masacraron a hombres, mujeres y niños; también mataban el tiempo».
Sobre los campos de concentración nazis (Konzentrationslager, abreviado KL) existe una numerosa bibliografía, prácticamente inagotable, del mismo modo que suele serlo el período nazi en general y el Holocausto en particular. Los estudios suelen centrarse muy a menudo, y gracias a una amplísima documentación basada en memorias y recuerdos de los supervivientes, en las víctimas, dejando un poco más de lado el caso de los perpetradores. Y tratándose de estos últimos, lo habitual es focalizar el interés en los responsables del genocidio nazi, los jerarcas del partido, los líderes de las SS o algunos de los asesinos más notorios. Queda en un espacio aparte, bastante menos tratado, la figura de los guardianes de los campos de concentración. ¿Qué papel jugaron en el funcionamiento cotidiano de esos campos de la muerte? ¿Cómo se formaban para ejercer su oficio? Y, especialmente, ¿cómo era su día a día, su bienestar, sus mecanismos de entretenimiento? A este empeño dedica Fabrice D’Almeida su libro Recursos inhumanos. Guardianes de campos de concentración, 1933-1945 (Alianza Editorial, 2013).
«Debemos acabar definitivamente con la idea de que los campos se concibieron como órganos aislados de la sociedad y de que los procesos de represión del nazismo fueron una excepción en el conjunto de la ingeniería social del III Reich. La gestión de los campos formaba parte de la experimentación social y de la creatividad política» (p. 16), comenta D’Almeida en el prólogo de este libro conciso, breve y quizá redundante en algunos aspectos. El historiador francés recoge diversas ideas alrededor del entorno concentracionario nazi, poniendo el énfasis no en los comandantes de los campos, sino en la figura de los guardianes y las guardianas de los mismos. Trabajadores con turnos de ocho horas, se podría pensar poniéndonos en la óptica nazi, perfectamente adiestrados y adoctrinados, surgidos de las filas de las SS, comprometidos con un oficio que provocaba un enorme estrés mental y, por tanto, con una necesidad de evadirse en su tiempo de ocio. Esta mirada fría no minusvalora su grado de responsabilidad en los crímenes del genocidio nazi, pero nos obliga a reflexionar sobre el fenómeno concentracionario a ras de suelo, si se me permite la expresión. Para D’Almeida, el  estudio del comportamiento laboral y su  gestión del tiempo libre nos permite entender como, alrededor de todo este entramado, «los burócratas del nacionalsocialismo desarrollaron un pensamiento global y dedicaron mucho tiempo a maximizar el rendimiento de sus decisiones al servicio de su visión del mundo. Paso a paso, los campos fueron adquiriendo el aspecto de lugares de aislamiento, territorios represivos, espacios de urbanización, fuentes de mano de obra, establecimientos de producción industrial, centros de exterminio, unidades de reciclaje, etc.» y al mismo tiempo  el espacio concentracionario «acabó siendo el territorio de economistas y expertos en producción industrial, que exigían que el personal de vigilancia se adaptara a cada etapa y, como buenos gestores, le proporcionaban la formación adecuada», y además su bienestar cotidiano (pp. 17-18).
Heinrich Himmler, Reichsführer de las SS y dirigente supremo del archipiélago de KL y VL (abreviatura de los Vernichtungslager, o campos de exterminio), se preocupó desde el principio por la formación de los guardianes de los campos, insistiendo a los directores de los mismos en labores de enseñanza acerca de la situación, los métodos y la doctrina teórica. Por tanto, los guardianes, evocando y pervirtiendo el ejemplo de los guardianes de la Politeia platónica, Himmler aspiraba a crear una superélite de vigilantes que, sancionados por la pureza de sus orígenes arios y un adoctrinamiento adecuado, debían transformar el mundo. Y el funcionamiento de los campos de concentración importaba tanto como el desempeño militar de las Waffen-SS. En 1944 alrededor de cuarenta mil personas trabajaban en los campos. Unos centenares de ellos fusilaron, gasearon y eliminaron a los prisioneros. La inmensa mayoría hacían labores de vigilancia, pero todos ellos eran conscientes del papel que jugaban en el exterminio que se desarrollaba en sus lugares de trabajo. El maltrato era cotidiano, la tortura usual e incluso, en algunas ocasiones y contraviniendo las directrices nazis, se producían abusos sexuales de prisioneras. ¿Cómo soportar todo ello? Himmler y sus subordinados en las SS plantearon un particular «Estado del bienestar» en el seno de las SS y dirigido hacia esos miles de trabajadores de los campos. Interesarse por las condiciones reales de trabajo de los guardianes y las guardianas de los campos, dando constantemente instrucciones para mejorarlas, fue una de las tareas que Himmler nunca dejó de lado. El asesinato masivo de centenares de miles de personas en las primeras fases del Holocausto –«la Shoa por las balas», en expresión de Timothy Snyder en su estremecedor libro Tierras de sangre– nunca fue fácil para la salud mental de los perpetradores del genocidio, ni tampoco lo fue en el trato diario de los campos de concentración. D’Almeida incide en cómo Himmler concebía a sus guardianes como los «pastores de rebaños» de subhumanos, partiendo de ideas del filósofo Martin Heidegger, y a su vez podría catalogarse al propio Himmler como un particular «director de Recursos Humanos»: había que garantizar el «bienestar» de esos miles de «pastores», vigilando que cumplieran con su jornada laboral y que tuvieran espacios de ocio y entretenimiento que les ayudara, no sólo a sobrellevar la dureza de su oficio (que también), sino especialmente a «favorecer una buena integración [en el seno y el orden de las SS]» (p. 262). Trabajando tantas horas, debían distraerse por medio de actividades culturales o lúdicas –libros, discos, juegos, deporte, espectáculos teatrales, visionados cinematográficos–, pues «su peor enemigo era el aburrimiento, la desocupación, como si esto amenazara con colocarlos en la misma situación en que se encontraban las mismas poblaciones que vigilaban y que consideraban, a pesar de que estaban sometidos a la esclavitud, como parásitos. De este modo, se confirmaban los prejuicios que producía y canalizaba la sociedad nazi. Así se reafirmaba su posición de garantes de un orden que solo podía sostenerse con su colaboración» (pp. 262-263).
Viendo pues los libros que leían y que nutrían las bibliotecas de los diversos campos de concentración y exterminio, las comandas de discos, las programaciones de radio y cine, los juegos de mesa que solían practicarse, los deportes que se potenciaban y los instrumentos musicales que solían reclamarse en las peticiones de material a la Kommandantur central del archipiélago concentracionario, y aunque en ocasiones puede tratarse de un tipo de información aparentemente árida, D’Almeida nos acerca al día a día de los guardianes. Conocemos los nombres de comandantes y guardianes que maltrataban y torturaban a los prisioneros, pero no tanto el modo en que se distraían una vez que acababa su jornada laboral. ¿Qué papel jugaron las guardianas, por ejemplo? D’Almeida analiza el rol que ejercían dentro del campo, interactuando estrechamente con las prisioneras, manifestando una violencia profesionalizada sobre ellas, ejecutando «una brutalidad que habría de virilizarlas» (p. 64). Incide en la sexualidad de los guardianes y las guardianas, superando los «estereotipos de construidos en la posguerra para realzar la monstruosidad de los verdugos, como si hubiera sido necesario añadir a sus crímenes comportamientos que chocaban con el sentido común» (p. 107), de modo que se concluye que la sexualidad no era tan libre como los relatos de algunos prisioneros daban a entender. Desde la dirección de las SS se insistió en la pureza racial en las relaciones sexuales, se potenció y vigiló los matrimonios, se crearon burdeles oficiales para ellos, mientras que no se hacía nada parecido para las mujeres. En última instancia, «las actividades sexuales se entendían como una manifestación lógica de la virilidad» (p. 114) y especialmente de la necesidad de no contaminar la raza aria, por tanto los contactos sexuales de guardianes (y guardianas) con las prisioneras eran escasos y fuertemente perseguidos.
Todo el programa de «recursos inhumanos», parafraseando el título de este libro, tenía un objetivo claro: dentro de un particular «Estado del bienestar» –y que en todo el Reich nazi tenía un precedente en organismos como la organización Kraft durch Freude (La fuerza por la alegría), dirigida por Robert Ley–, en el que proteger y socorrer a los ciudadanos, había que favorecer la integración de los guardianes en la cultura política y, al mismo tiempo, crear la ilusión de una realización personal: «para el personal administrativo y represor de los campos, el deporte, la música, los juegos de cartas e incluso las visitas al burdel formaban parte de los ritos de socialización que situaban a cada uno en el lugar apropiado dentro del universo concentracionario» (p. 263). Era esencial, concluye D’Almeida, cuidar la atención de, en palabras de Himmler, este «material humano», pues «su resistencia o su fragilidad constituían un motivo de preocupación para los responsables de las SS, que sabían que la violencia podía producir efectos penosos en los guardianes si no se organizaban las cosas adecuadamente para facilitar su tarea» (p. 264). Pues, en última instancia, se trataba de que el trabajador/guardián realizara su oficio en las mejores condiciones. La frialdad que subyace tras esta idea de gestionar los «recursos (in)humanos» de los vigilantes sigue siendo tan estremecedor hoy en día como pudieron percibirlo los prisioneros de los campos de concentración nazis. Fuente: hislibris

¿Por qué los alemanes? ¿Por qué los judíos?


Piedra de toque del optimismo humanista, la monstruosidad que conocemos con el nombre de Holocausto desafía insistentemente la capacidad explicativa de las disciplinas abocadas al conocimiento del hombre, suscitando tal variedad de teorías acerca de su origen y naturaleza que a veces parece haber más confusión que claridad en torno a la cuestión. Acaso haga falta una dosis de sentido común; puede que resulte útil volver a las observaciones iniciales. Acaso gran parte de la respuesta al problema del sentimiento antijudío alemán, subyacente en la génesis del Holocausto, se halle delante de nuestras narices, si por esto entendemos atender al común acervo de intuiciones y percepciones en torno a lo humano. Lo cierto es que no desbarraban ciertos contemporáneos de Hitler cuando atribuían la palabrería racial, la furia nacionalista y la vocinglería antisemita a un sentimiento tan vulgar como la envidia: envidia miserable ante el éxito ajeno, y su complemento, la inseguridad del envidioso que, corroído por las dudas acerca de sí mismo, compensa su debilidad apelando a la solidaridad grupal y disimula su vulnerabilidad bajo un disfraz de ruidosa arrogancia. Algunos observadores dejaron constancia de lo que percibían tras el ascenso del nazismo en términos más o menos formales, siempre familiares: “sentimiento de inferioridad” (Theodor Heuss, politólogo); “complejo de postergación”, “válvula de seguridad mental de un sentimiento de inferioridad social” (Hendrik de Man, sicólogo social); “sentimiento de inferioridad social como nación”, “desagüe de debilidad, necedad y sinrazón” que satisfacía la necesidad de “sentirse mejor, un poco más fuertes” (Thomas Mann, escritor).
En su libro ¿Por qué los alemanes? ¿Por qué los judíos?, el historiador y cientista político Götz Aly (Heidelberg, 1947) rastrea las raíces del antisemitismo alemán como condición de posibilidad del Holocausto, para lo cual somete a escrutinio una amplia variedad de fuentes primarias datadas a lo largo del siglo XIX y comienzos del siglo XX. El autor analiza documentos que van desde diarios personales y panfletos hasta artículos periodísticos y actas parlamentarias, incluyendo el archivo de su propia familia (uno de los tatarabuelos de Aly fue un activo agitador antisemita, y su abuelo materno militó en el partido nazi).  Autor también del libro La utopía nazi(Crítica, 2006), Götz Aly arguye que la cambiante Alemania del siglo XIX –antes y después de la unificación- fue algo parecido a una tierra de promisión para los judíos, muchos de ellos recién llegados del este. Circunstancias como  una gradual emancipación, la relativa equiparación de derechos y la transición de una economía agraria a una industrial favorecieron a los judíos, urbanitas por excelencia dotados además de una base educacional superior a la de los campesinos cristianos emigrados a la ciudad, quienes padecían más dificultades para adaptarse al ritmo de la vida urbana y a las exigencias de la economía capitalista. No fueron los judíos los gestores iniciales del progreso y la modernidad –económica, jurídica y cultural-, pero sí fueron sus entusiastas agentes.
La característica voluntad judía de formación derivaba no sólo del afán de prosperar sino de un imperativo religioso, y en la Alemania decimonónica los índices de escolarización de los jóvenes judíos eran incomparablemente superiores a los de sus pares cristianos. Impedidos de acceder a la carrera militar y frecuentemente discriminados en el funcionariado, la única vía segura que tenían los judíos para ascender era la educación, oportunidad que aprovecharon de modo diligente. El censo de Berlín de 1867 muestra que los judíos eran apenas el 4% de la población de la ciudad, pero constituían el 30% de las familias que contrataban personal educativo para sus hijos. Los informes del sistema educacional muestran que los estudiantes judíos solían tener mejores calificaciones que los no judíos, quienes sólo los adelantaban en asignaturas como caligrafía y gimnasia. La medicina, la abogacía y la iniciativa empresarial contaron con un creciente contingente de origen judío. En 1907, la proporción de trabajadores independientes en la población urbana muestra diferencias significativas según adscripción religiosa: el 37% de los judíos activos trabajaban por cuenta propia, mientras que sólo lo hacía el 4.7% los protestantes activos y el 3% de los católicos. En cambio, la proporción de asalariados sin estudios de origen judío era mínima. A principios del siglo XX, el promedio de ingreso de los judíos multiplicaba varias veces el de los no judíos. En palabras de Aly, «los judíos se subieron en masa al tren del futuro y se convirtieron en pioneros de la novedad».
Bastante decidor es que el propio discurso antisemita alemán ventilase la imagen caricaturesca del alemán típico como un sujeto palurdo, indolente y borreguil, situado por ende en condiciones desventajosas frente a los avispados judíos.  El arquetipo del judío era el de un individuo de inteligencia vivaz y “demasiado” independiente, “escandalosamente” ávido de aprender y “deplorablemente” inclinado a la educación superior y  las innovaciones que ofrecía la época. Emponzoñado por la envidia y un complejo de inferioridad, el antisemitismo llegó al extremo de difamar la superioridad intelectual y el deseo de educarse y prosperar. Un notorio antisemita del siglo XIX identificó el judaísmo con el progreso, reivindicando el retorno a las tradiciones como único modo de liberarse del presunto “yugo judío”; expresión de una mentalidad reaccionaria e inmovilista, semejante voluntad de “apartarse del progreso” (sic) era la receta segura para el fracaso. El antisemitismo encontró un público receptivo entre los socialmente descontentos, deseosos de hallar un desahogo a su frustración. El ansia de compensación transformó los defectos en virtudes. A la abulia y la falta de curiosidad intelectual se las hizo pasar por honradez y rectitud de carácter; la falta de luces se erigió en melancolía y la ignorancia en introspección. La carencia de conocimientos fue suplida con la estridencia de las convicciones, artículos de fe de la peor especie: precisamente, los que alimentaron la arrogancia racial. La mellada autoestima encontró un puntal espurio en la seudo ciencia racial y en las patrañas biopolíticas que ampararon la calumnia de las minorías, en particular de aquella que ha servido de eterno chivo expiatorio. A partir de entonces, el alemán no judío inculto y en situación de inferioridad socioeconómica se sintió autorizado a despreciar al intelectual judío y al judío próspero: éstos seguían siendo judíos, mientras que él era todo un alemán. La conversión no cambiaba nada, no aproximaba a la “genuina” germanidad; el judío converso seguía siendo un judío.
La pasión de la diferenciación y la segregación encontró terreno abonado en el modelo alemán de construcción de la comunidad nacional, crucial en un tiempo de fragmentación estatal. El nacionalismo alemán fue un nacionalismo étnico, no cívico, no articulado por principios de derechos ciudadanos y soberanía popular sino por fantasías relativas a la comunidad orgánica y la pureza de la sangre. En su ansia de unidad y cohesión interna, este nacionalismo sacrificó las libertades individuales y rechazó de plano los derechos universales del hombre, reforzando el contraste con un “otro” perturbador, presuntamente ajeno a la esencia colectiva y sin embargo incrustado en medio de la comunidad nacional. ¿Quién otro sino el judío? Por otro lado, el avance arrollador de la modernidad alteró los ritmos vitales y socavó las certezas tradicionales, exponiendo a los individuos a un profundo estado de inseguridad e inestabilidad. Los vínculos de raigambre ancestral se diluyeron; la dinámica capitalista impuso parámetros de sociabilidad que apuntaban más a la competencia que a la solidaridad. Lo que en tales condiciones prevalecía era la apetencia de seguridad en vez de un sincero aprecio de la autonomía personal, precipitándose una huida masiva hacia el colectivismo excluyente y el autoritarismo mesiánico. Aunque no de modo fatal, la historia alemana pavimentaba el camino hacia las atrocidades del nazismo. «Los desarraigados –sentencia Aly- buscaban raíces y la encontraron en la ficción de la raza. Los dispersos buscaban unidad y la encontraron en la ficción del pueblo. Buscaban a alguien que guiara al pueblo y lo encontraron en el espejismo de un  Führer».
Es conocido el histórico déficit libertario y democrático de la Alemania pretérita, en la que el colectivismo, el sometimiento obsecuente a la autoridad y el desprecio del liberalismo llegaron a considerarse patrimonio de la identidad nacional: una situación que tuvo eco en la mentalidad de la soldadesca partícipe de la Segunda Guerra Mundial, captada por los alemanes S. Neitzel y H. Welter en su libro Soldados del Tercer Reich. «Nuestro concepto de la libertad es distinto al de los ingleses y los estadounidenses –afirmó un teniente de marina-. Me siento muy orgulloso de ser alemán; no echo de menos su libertad. La libertad alemana es la libertad interior, la independencia frente a todo lo material. Supone prestar servicios a la patria» (ob. cit., p. 41). Thomas Mann formuló la cuestión en términos críticos: «El concepto alemán de libertad siempre ha sido un concepto externo al individuo; se ha referido al derecho de ser alemán, sólo alemán, y nada más». Expresión de “egoísmo nacional de raza” y de “vasallaje militante” (Mann dixit), semejante ideal constituía una forma alambicada de claudicación personal y de servidumbre voluntaria. Aly no vacila en enfatizar la importancia de este factor: «Quien no quiera referirse a la larga y funesta tradición de un antiliberalismo alemán empedernido y vigente hasta nuestros días, mejor no debería hablar de los excesos étnico-colectivistas del nacionalsocialismo».
El nazismo obtuvo provecho de una mecánica exculpatoria que fomentaron las teorías raciales en boga desde el siglo XIX.  Las frustraciones y el temor hacia lo diferente –sobre todo el judío, visto como un competidor aventajado en las circunstancias anómalas de la modernidad- tuvieron su válvula de escape en las quimeras sobre la superioridad de la raza germana. El ansia de desquite fue canalizada hacia los judíos, cobijándose la voluntad de exclusión en el prestigio de la ciencia racial; una falsa ciencia que disimuló el carácter pernicioso de la envidia y el resentimiento. En palabras de Aly, «la ciencia biopolítica sublimó el odio como conocimiento, la carencia como ventaja, y justificó la toma de medidas legales. Así, millones de alemanes pudieron delegar en el estado sus vergonzosas agresiones motivadas por sentimientos de inferioridad». ¿Postula Aly la existencia de un antisemitismo visceral y global como condición sine qua non del genocidio, a lo Goldhagen? No. Lo que postula es que las teorías de higiene racial medraron a impulso del sentimiento de inferioridad, echando los cimientos de una moral del recelo y la discriminación, cuando no del exterminio. Para la consumación de un hecho como el Holocausto bastaba con el antisemitismo radical de la clase dirigente, la complicidad activa de una minoría ideológicamente comprometida y el silencio aquiescente de una mayoría moralmente entumecida.
- Götz Aly: ¿Por qué los alemanes? ¿Por qué los judíos? Crítica, Barcelona, 2012. 334 pp.