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El Levantamiento del Gueto de Varsovia


El Levantamiento del Gueto de Varsovia (en alemán Aufstand im Warschauer Ghetto) fue la sublevación de los judíos del Gueto de Varsovia cuando las tropas alemanas comenzaron la segunda deportación masiva hacia los campos de concentración y exterminio durante la Segunda Guerra Mundial. Ocurrió entre el 19 de abril y el 16 de mayo de 1943 y fue liderada por Mordechai Anielewicz,1 miembro del movimiento juvenil judío Hashomer Hatzair, siendo finalmente aplastada por las tropas de las SS bajo el mando del GeneralJürgen Stroop. Anteriormente se había lanzado un ataque contra los ocupantes alemanes el 18 de enero, donde los judíos polacos salieron bien parados.

Antecedentes

Una vez que Alemania invadió Polonia, la población judía en todo el país empezó a sufrir ataques diariamente. En 1940, la población judía polaca, unos 3 millones, comenzaron a ser reubicados en pequeños sectores de las ciudades polacas, denominados guetos. En el gueto de Varsovia, el más grande de todos, habitaban hacinados unos 380.000 judíos, los que significaba el 30% de la población de la ciudad, en un territorio que ocupaba el 2,4% de su superficie.1 Incluso antes de que los nazis empezaran a transportar a miles de judíos alcampo de concentración de Treblinka, los judíos ya habían comenzado a morir en masa debido a las epidemias y al hambre.
Al iniciarse esta deportación, los líderes de la resistencia judía ordenaron no luchar, ya que creían que los judíos eran enviados a un campo de trabajo, en lugar de un campo de exterminio. A finales del año, la ausencia de noticias de los deportados y los rumores que se filtraban entre los soldados alemanes convencieron a los judíos restantes de la cruda realidad, y cuando escucharon que se avecinaban nuevas deportaciones, decidieron luchar. Sin embargo, de los casi 60.000 judíos que quedaban en el gueto, menos de mil tenían experiencia de combate, y la inmensa mayoría de la población no participó en la resistencia armada.
El 9 de enero de 1943, el jefe de las SS, Heinrich Himmler, ordena la reanudación de las deportaciones del gueto. Los judíos se enteran de esta orden y empiezan a tomar medidas al respecto.

Desarrollo 
Inicio del Levantamiento

El 18 de enero, las autoridades alemanas del gueto intentaron deportar a la población judía restante, pero las organizaciones judías clandestinas Żydowska Organizacja Bojowa (ŻOB) y Żydowski Związek Wojskowy (ŻZW) expulsaron a los opresores y tomaron el control del gueto. Se instalaron puestos de vigilancia en cada esquina y todo judío acusado de haber colaborado con los alemanes fue ejecutado, incluyendo a los miembros de la Gestapo judía.2 Los sublevados no disponían de muchas armas, la mayoría tenía pistolas y revólveres, y contaban con unas docenas de rifles viejos, así como una ametralladora. Disponían de muchos explosivos caseros, así como de granadas proporcionadas por el Armia Krajowa, el Ejército Territorial Polaco.
Cuatro días después de iniciarse la lucha, los alemanes se retiran del gueto e inmediatamente solicitaron refuerzos para recuperar el control del mismo. Por su parte, los judíos empezaron a cavar cientos de búnkers, incluyendo 618 refugios antiaéreos. Estos refugios subterráneos fueron camuflados, y se comunicaban unos con otros a través del desagüe; además contaban con electricidad y agua. Por su parte, los alemanes reunieron unos 2.054 soldados y 36 oficiales alrededor del gueto, incluyendo a 821 granaderos de las Waffen-SS. Asimismo se ordenó a unos 363 miembros de la colaboracionista Policía Azul polaca que rodearan el gueto. Se juntaron tanques, vehículos armados, armas de gas, lanzallamasy artillería para el eventual asalto.
La resistencia polaca vio una oportunidad de actuar en el levantamiento y empezó a intentar pasar armas dentro del gueto. Entre el 19 y el 23 de abril el Ejército Territorial y la comunista Guardia del Pueblo intentaron entrar al gueto desde distintas partes, sin éxito. Una brigada polaca, al mando de Henryk Iwański, incluso penetró en el gueto y logró establecer un enlace con la resistencia judía, ayudando a unos pocos a escapar. La resistencia polaca también transmitió mensajes de radio informando a las potencias aliadas de la desesperada situación dentro del gueto de Varsovia. A pesar de los esfuerzos polacos y judíos para mantener la resistencia, era cada vez más evidente que cuando los alemanes atacaran con toda su fuerza, el gueto caería.

El contraataque alemán

En la noche del Pésaj, el 19 de abril de 1943, insurgentes judíos lanzaron bombas molotov y granadas de mano cuando los soldados alemanes empezaron a avanzar hacia el gueto. Dos tanques franceses, capturados por Alemania, fueron destruidos por los hombres de la ZOB y la ZZW. Los soldados de las SS comenzaron entonces a quemar casa por casa, demoler sótanos y desagües, y a asesinar a todo judío que capturaban.
Cuatro días después, la lucha organizada acabó. Desde entonces los judíos se esconden en los refugios que habían construido, aunque centenares son capturados. Muchos se suicidan, y algunas mujeres detonan granadas que tenían escondidas bajo su ropa cuando son arrestadas.
Sabiendo que el final del levantamiento se acercaba, la población civil se aglomeró en las puertas del gueto, más que todo por curiosidad, porque el antisemitismo y el miedo a los nazis habían ahogado cualquier simpatía hacia la causa judía. El gueto continúa siendo arrasado diariamente, y el general Jürgen Stroop relata en su diario como "familias enteras se arrojan por las ventanas de los edificios incendiados". El 6 de mayo apunta que ha capturado a 1.500 judíos y han asesinado a 365 combatientes, a los que Stroop califica como bandidos.
Debido a las tácticas de guerrilla de las que hacen uso los judíos, los alemanes dejan de atacar por la noche. Los insurgentes judíos y polacos aprovechan para intentar romper el cerco alrededor del gueto, pero fracasan. Para el 8 de mayo se totalizan 20 días de combates continuos. En este punto los edificios del gueto son unas ruinas humeantes, y en sus sótanos se encuentran escondidos los supervivientes, que comparten el refugio con los cadáveres de los caídos, que a su vez son devorados por las ratas. Ese mismo día los alemanes toman el cuartel general del ZOB, siendo ejecutados inmediatamente todos los que se encontraban allí. Mordechai Anielewicz y su novia se suicidan antes de la llegada de los alemanes; también lo hacen la mayoría de los líderes. Otro dirigente, Marek Edelman, logra escapar gracias a un camión de la Armia Krajowa, que espera camuflado en una alcantarilla a las afueras del gueto. Los alemanes deciden que ya es hora de acabar con la lucha y empiezan a incendiar el gueto, los sobrevivientes se esconden en las alcantarillas, padeciendo un hambre y sed atroces. Sin municiones, no pueden suicidarse, por lo que piden a sus compañeros que los maten. Para evitar que el incendio pase los límites del gueto, los bomberos de Varsovia son desplegados afuera.
El 16 de mayo, Stroop declara que la batalla ha terminado y la sinagoga de la calle Tlomacka es demolida como símbolo del fin de la existencia judía en Varsovia. Los colaboracionistas polacos inician la persecución de los supervivientes del gueto, y le ponen un nombre a la misma: la caza del judío. Sin embargo, muchos logran escapar, viviendo escondidos hasta el alzamiento de 1944, donde las fuerzas alemanas también triunfaron.

Legado

En total, unos 7.000 judíos murieron en el ataque alemán. Otros 6.000 se quemaron o asfixiaron en los búnkeres que ellos habían construido. El resto, unos 40.000, fueron enviados a campos de exterminio, principalmente al de Treblinka.1 En el informe del 13 de mayo de 1943, Jürgen Stroop decía: 180 judíos, bandidos y subhumanos han sido aniquilados. El sector judío de Varsovia ya no existe. Las operaciones a gran escala finalizaron a las 20.15 horas al hacer explotar lasinagoga de Varsovia. El número total de judíos con lo que se actuó fue: 56.065, incluyendo judíos capturados y judíos cuya exterminación puede ser probada.
La mayoría de los edificios del gueto fueron barridos a ras del suelo. En el sitio se estableció el campo de concentración de Varsovia, oficialmente Konzentrationslager Warschau, que se utilizó para encerrar polacos y funcionó también como campo de fusilamiento. La fecha exacta de fundación es controvertida, ya que gracias a una carta de Heinrich Himmler se conoce que un campo de este tipo funcionaba en el gueto o a sus alrededores antes del levantamiento judío.
Durante el levantamiento de Varsovia, el Armia Krajowa liberó a unos 380 judíos del gueto, que estaban en la cárcel alemana ubicada en la calle Gęsia, hoy en día rebautizadaAnielewicz, en honor al comandante del ZOB. Muchos de estos judíos se unieron inmediatamente al Armia Krajowa, al igual que unos pocos judíos que habían estado subsistiendo en las alcantarillas de Varsovia desde el año anterior.
Los líderes del ŻOB, Icchak Cukierman y Zivia Lubetkin, sobrevivieron al exterminio del gueto y años después testificaron en el juicio contra Adolf Eichmann en Israel. Ambos murieron en ese país. Fuente: wikipedia

Rafael Narbona, Jean Améry: Más allá de la culpa y la expiación


Pocos han reflexionado sobre la muerte con tanta lucidez como Jean Améry (1912-1978). Su perspectiva está marcada por su estancia en Auschwitz, donde pasó dos años. Antes ya había conocido la experiencia del exilio y el internamiento en el campo de Gurs, del que se fugó para unirse a la resistencia antifascista en Bélgica. Al igual que Primo Levi y Paul Celan, Jean Améry, seudónimo del ciudadano vienés Hans Mayer, se suicidó. Aunque se consideraba un apátrida, eligió para morir la ciudad de Salzburgo. La nostalgia por la patria perdida nunca le abandonó, pues consideraba que, sin la confianza que proporciona la tierra natal, es inconcebible la paz o la felicidad. La tragedia de los judíos fue descubrir que el suelo donde crecieron nunca les perteneció, pues sus verdugos se apropiaron de la lengua y el paisaje que hasta entonces habían considerado parte de su patrimonio. Esto resultó especialmente doloroso para los judíos perfectamente asimilados a la cultura alemana. Fascinado por los Alpes y la umbría de los bosques, Hans Mayer experimentó en su juventud sentimientos prefascistas que se disolvieron cuando las leyes raciales de Núremberg, pusieron de manifiesto que su ensoñación romántica era incompatible con su condición de judío. Sólo entonces descubrió que, a pesar de ignorar su lengua y sus tradiciones, su sangre lo emparentaba con un pueblo cuyas costumbres constituían supuestamente la negación de los valores germánicos. Entonces nació Jean Améry, el apátrida que ya no confía en el lenguaje y que reivindica el resentimiento como única vía de reparación del dolor padecido.

Améry recreó su experiencia en Auschwitz en Más allá de la culpa y la expiación. Publicada en 1964, la obra no escatima las críticas hacia la filosofía contemporánea. La brutalidad del universo concentracionario pone de manifiesto la insuficiencia del pensamiento de Heidegger, cuyas piruetas lingüísticas muestran su impotencia en un espacio donde la palabra marca la diferencia entre morir o vivir un día más (“en el campo era más convincente que en el exterior que la jerga del ente y la luz del ser no servía para nada”). El "amor fati" de la ética nietzscheana, que se revela como una idea siniestra ante la experiencia de la tortura y la muerte del hombre anunciada por los estructuralistas, no puede irritar más a un Améry apegado al humanismo ilustrado. También repudia las explicaciones de Hannah Arendt sobre la banalidad del mal, pues considera que el Lager es la expresión del Mal radical. En cuanto a su fe en el neopositivismo lógico, se esfumará ante la utilización de la técnica en las matanzas masivas. Lejos de tener un poder esclarecedor, la ciencia puede convertirse en el aliado más temible del autoritarismo. Frente a Lévi-Strauss, que reduce la historia a cadenas de procesos físico-químicos, y a Horkheimer y Adorno, que acusan a los "philosophes" de haber hundido a la humanidad en el infortunio, Améry reivindica la herencia de los enciclopedistas. “Ilustración. He aquí nuestro santo y seña, [pero] ¿dónde está escrito que la Ilustración deba ser desapasionada? [...] El concepto de Ilustración incluye no sólo la mera deducción lógica y verificación empírica, sino también la voluntad y la capacidad de especulación fenomenológica, de empatía, de acercamiento a los límites de la ratio. Sólo cumpliendo la ley de la Ilustración y al mismo tiempo sobrepasándola, alcanzaremos espiritualmente espacios en que la "raison" no se agota en el simple cálculo”. No es casual que Auschwitz se mostrara especialmente inclemente con los intelectuales. La dictadura nazi no ocultaba su propósito de borrar la herencia ilustrada, liquidando a los que se esforzaban en preservar y transmitir su legado. Polemizando con Primo Levi, Améry considera que el intelectual no es un hombre de ciencia, sino un humanista con una aguda conciencia estética. Sus preocupaciones son la filosofía, las letras, la música, las artes plásticas. Esta figura es la que peor se adapta a las reglas del Lager. Jorge Semprún recordaba agradecido cómo sus camaradas comunistas de Buchenwald le ayudaron a esconder su condición de escritor, pues los kapos y los oficiales de las SS odiaban a los intelectuales. Améry observa que esa hostilidad también estaba presente en los compañeros de reclusión. El “hombre de espíritu” no era capaz de utilizar “con fluidez la jerga del campo”. En Auschwitz, su aislamiento era terrible, pues en otros Lager, como Dachau, predominaban los presos políticos y existían pequeñas bibliotecas. En Auschwitz, en cambio, no había libros y la mayoría de los reclusos –judíos apolíticos, polacos y presos comunes- no los echaban de menos. Los intelectuales carecían de las convicciones de los presos políticos o la fe de los judíos ortodoxos. Por el contrario, tendían al escepticismo y su único patrimonio –Durero, Beethoven, Hegel o Trakl- había sido requisado por el régimen que les había arrebatado la libertad. La tolerancia o la duda metódica producían más irritación que la estolidez del hombre común. En el Lager, el “hombre de espíritu” no tardaba en convertirse en “musulmán”. Acostumbrado a una representación estética de la muerte, se hundía al comprobar que en Auschwitz morir era algo rutinario. Cada defunción se registraba con un impersonal “salida del campo por óbito”.

La brutalidad de los acontecimientos cuestionaba la trascendencia de las sentencias filosóficas. La “palabrería vacía” de “ese desagradable mago del país de los alemanes” (esto es, Heidegger) mostraba toda su miseria en el espacio acotado por las alambradas, pues “en ningún otro lugar del mundo la realidad poseía una fuerza tan imponente”. “Bastaba con ver la torreta de vigilancia y sentir el olor a grasa calcinada procedente de los crematorios” para advertir que el Ser sobre el que gira la filosofía de Heidegger sólo era “un concepto abstracto y huero”. La experiencia del Lager nos ha servido para desprendernos de mucha hojarasca metafísica, pero también ha confirmado la impotencia de la palabra ante un orden inhumano. Según Améry, sólo pervive el escepticismo, una forma de sabiduría que ni siquiera lamenta la pérdida de la palabra. Dentro del orden que pretendía universalizar el régimen hitleriano, la tortura no agotaba su sentido en la intimidación o la confesión. Améry sufrió un terrible suplicio en la fortaleza de Breendonk. Al oír cómo se dislocaban sus huesos, descubrió que el problema genuinamente filosófico no es la muerte, sino la tortura. Malraux anotó lo mismo en sus Antimemorias. La experiencia de la tortura quiebra la confianza en nuestros semejantes y pone de manifiesto el poder absoluto del Estado sobre el individuo. Por eso, “la tortura no fue un elemento accidental, sino la esencia del Tercer Reich”. Améry discrepa con Hannah Arendt en su explicación del totalitarismo. Desde su punto de vista, comunismo y nazismo no son equivalentes. Citando a Thomas Mann, Améry afirma que el comunismo “simboliza siempre una idea del ser humano, mientras que el fascismo de Hitler no era en absoluto una idea, sino sólo maldad”. El nazismo no inventó la tortura, pero ésta constituye su “apoteosis”. El dolor infligido al reo pretende subrayar su dimensión corporal, aniquilando cualquier manifestación espiritual. Améry coincide con Bataille, al afirmar que la tortura es “la negación radical del otro”. El que reduce al otro a un cuerpo que gime, experimenta la omnipotencia de un dios. Desde el punto de vista psicológico, este es el principio del sadismo, una patología incompatible con la vida en sociedad, pero no es un secreto que al sádico le es indiferente la pervivencia del mundo. Sin embargo, esta desviación sexual también forma parte de una biopolítica que evidencia el poder soberano del Estado. Es imposible no evocar a Foucault, que ha llevado a cabo un análisis pormenorizado de este fenómeno en sus estudios sobre los mecanismos de poder, pero en este caso Améry se aproxima más a las recientes tesis de André Glucksman sobre la influencia del nihilismo en la historia contemporánea. Es probable que Améry hubiera suscrito la tesis de Glucksman sobre el sentido del exterminio en la cosmovisión totalitaria. Al buscar la aniquilación total, aceptando incluso la inmolación de sus artífices, “el pavor se convierte en la ultima ratio de una estrategia”. Desde esta perspectiva, los actos de violencia no significan nada, salvo la afirmación de un poder que asume su desaparición como efecto de su terrorífica manifestación. Lo cierto, en cualquier caso, es que “quien ha sufrido la tortura, ya no puede sentir el mundo como su hogar”. La experiencia del otro como enemigo es incompatible con “un mundo donde reine el principio de esperanza”.

Frente al animal, que establece unas relaciones de pura necesidad con la naturaleza, el hombre necesita “habitar” su entorno, transformarlo en mundo. El Estado-jardín soñado por Hitler excluye de su seno a una parte de la humanidad, cuyo efecto disgregador se revela incompatible con las legítimas ambiciones del pueblo ario, comunidad providencial a la que le corresponde actualizar las perfecciones de nuestra especie. La concepción de la historia de la biopolítica nazi prohíbe hablar de un “hogar judío” o de una “patria socialista”. En ambos casos, reunimos en una expresión términos que se repelen. La noción de hogar está reservada a los grupos que contribuyen al sentido ascendente de la vida. El nomadismo del judío o el internacionalismo de los partidos socialistas es la consecuencia del odio a la vida. Los judíos y los comunistas no pueden construir un mundo, porque la esencia de su naturaleza es conspirar contra él. Esa incapacidad explica su resentimiento y justifica su exterminio. Su aniquilación sólo es una forma de expulsar del mundo a los que, por otro lado, siempre estuvieron fuera de él. Al negarles la posibilidad de una patria, los nazis frustraron una aspiración esencial de la naturaleza humana. “Patria –escribe Améry- es seguridad y es preciso tener una para poder prescindir de ella”. Cuando eres despojado de esa referencia, pierdes la posibilidad de encontrar otro lugar, otra patria, pues la patria es el espacio donde discurre nuestra infancia y juventud. Los judíos, al ser expulsados de sus casas, descubrieron que esa tierra jamás había sido su hogar y, lo que es peor, perdieron su pasado. Améry invoca una ética del resentimiento como respuesta a la pretensión de borrar al pueblo judío de la faz de la tierra. Puede parecer extraño levantar una moral sobre esta vivencia, pero Améry, al igual que Benjamin, rechaza la idea de un tiempo lineal y homogéneo. La solidaridad también se proyecta hacia atrás, comunicando a unas generaciones con otras. El resentimiento no implica venganza, sino la necesidad de revertir el tiempo. Es una rebelión contra el pasado que permite reconocer en la víctima la imagen del semejante, del otro que moviliza nuestros sentimientos de respeto, piedad y reciprocidad. Améry considera injusto responsabilizar a las nuevas generaciones de los crímenes de sus antepasados y deplora los actos de terrorismo de una extrema izquierda que equipara la democracia de Willy Brandt con la dictadura de Hitler, pero no esconde su convicción de que el genocidio del pueblo judío concierne a todos los alemanes de su tiempo. Es una culpa colectiva que nunca podrá borrarse y que sólo se atenuará, asumiendo que los crímenes del nazismo forman parte de la historia alemana. No se puede neutralizar su recuerdo. Por el contrario, hay que integrarlo en la memoria de todos. Améry cita a Hans Magnus Enzensberger, según el cual “Auschwitz es el pasado, el presente y el futuro de Alemania”.

La reivindicación del resentimiento como forma de reversión de la historia recuerda la postura de Kertész en Kaddish por el hijo no nacido, donde el autor reivindica la infelicidad como condición de posibilidad de su trabajo. Kertész afirma no estar dispuesto a renunciar a ese estado de insatisfacción que garantiza la continuidad de su producción literaria. En cualquier caso, la responsabilidad colectiva del pueblo alemán no debería actuar como una cortina de humo, capaz de borrar o difuminar la responsabilidad de otras naciones europeas e incluso la de una un siglo que ha incubado fantasías eugenésicas y absolutos excluyentes. Zygmunt Bauman ya advirtió que “Alemania hizo lo que hizo en razón de lo que comparte con el resto de nosotros. La Endlosung (Solución Final) fue un laboratorio en el que se puso a prueba –un verdadero experimentum crucis- la capacidad de nuestra civilización para alcanzar la perfección mediante la eliminación de aquellos seres que no llegan a la perfección. Es sólo una de las capacidades modernas y no atesora una ‘inevitabilidad histórica’ que conduzca al Holocausto, pero, sin la civilización moderna, sin el conjunto de sus logros que tanto nos enorgullecen, el Holocausto que tuvo lugar en Alemania habría sido impensable”. Después de la guerra, Améry sigue sin considerarse judío, pues no habla hebreo ni ha visitado el Estado de Israel. Tampoco es creyente ni conoce demasiado bien las tradiciones de su pueblo. Sin embargo, el tatuaje de Auschwitz en su brazo izquierdo es más vinculante que el Talmud o el Pentateuco. Es la “cifra” de su existencia judía, pero de un judío “sin señas de identidad positivas. Ese es mi lastre y mi cayado”. Améry sobrevivió a Auschwitz, pero no fue capaz de soportar la redundancia de los errores humanos. Al contemplar los horrores de Camboya o Chile, escribió: “A veces se diría que Hitler ha conseguido un triunfo póstumo”. Su decisión de quitarse la vida tal vez nació de esa amarga convicción. Su abrupta despedida sigue resonando en nuestra conciencia como un portazo que nos exige una inacabable reflexión y una firme voluntad de superar cualquier forma de odio o discriminación. Fuente: negralechedelalba

El sistema de campos de concentración nacionalsocialista, 1933-1945 un modelo europeo


Cuando hablamos de campos de concentración, casi siempre tenemos en mente las imágenes que todos hemos visto sobre los campos nacionalsocialistas, de los muertos apilados o de los supervivientes, apenas algo más que cadáveres vivientes. Por eso hemos adquirido la costumbre de asociar ese concepto con estas imágenes, de forma que hemos creado un símil entre ese término y los centros de deportación y exterminio creados por el régimen nacionalsocialista, sin tener en cuenta que han sido muchas las naciones que han utilizado este tipo de centros para el internamiento de sus “enemigos”. Así, en numerosas ocasiones olvidamos que también durante el estalinismo, el franquismo o durante las últimas guerras balcánicas se han creado lugares de internamiento y campos de concentración que han reproducido algunos de los elementos básicos del sistema de campos de concentración nacionalsocialista, aunque nunca a la misma escala. Sin embargo, en ningún momento de su Historia, la Humanidad ha sido testigo de un crimen tan inimaginable como el que se llevó a cabo entre 1933 y 1945. Los campos de concentración nacionalsocialistas se han convertido en un símbolo de la inhumanidad y simbolizan hasta qué punto puede llegar el deseo de los regímenes políticos autoritarios por eliminar a sus “enemigos” políticos y raciales. Se trata de un crimen tan monumental que ni siquiera podemos saber, con seguridad, el número de víctimas que hubo en los campos de concentración nacionalsocialistas. La enorme dimensión, las diferentes descripciones proporcionadas por las SS y otras autoridades nacionalsocialistas, así como la destrucción de una gran parte de los documentos, han dificultado la investigación sobre el número de los muertos de este régimen de terror. Pese a todo, en definitiva, las cifras que se puedan ofrecer no tienen ningún significado, porque la muerte, en los campos de concentración nacionalsocialistas, alcanzó unas dimensiones en las que la vida, la supervivencia o la crueldad humana, no pueden ser mesuradas. No existe ninguna imagen o relato que pueda reconstruir con toda exactitud lo que fue el universo concentratario nacionalsocialista. Sólo la memoria humana, la voluntad de recordar, puede intentar reconstruir todo un mundo que, para muchos, parece completamente increíble y ajeno. A pesar de la gran importancia que tuvo este período para la Historia de Europa, los estudios sobre el significado, evolución y estructura del sistema de campos de concentración nacionalsocialistas, han sido relativamente pocos, en comparación con otros aspectos del Tercer Reich. La literatura y los estudios sobre los campos de concentración se pueden dividir en tres grupos: las memorias de los supervivientes, las publicaciones de iniciativas regionales y de investigación histórica conjunta, y los trabajos sobre las actas y documentos de los procesos judiciales e investigaciones criminales que se llevaron a cabo tras la guerra. Los testimonios de los supervivientes suponen elementos de corrección a las fuentes documentales procedentes de los organismos de control del sistema de campos de concentración, y nos permiten, al mismo tiempo, centrarnos en la perspectiva de los “perpetradores”, porque nos ofrece la versión contrapuesta a la de las fuentes documentales. Por eso, el punto de vista de las víctimas es especialmente importante para conocer los hechos del Nacionalsocialismo, desde una perspectiva más amplia y correcta, porque nos ofrece una imagen del perpetrador desde un punto de vista diferente a la que aparece en la documentación oficial. Especial importancia, entre los informes de los supervivientes, tienen las reflexiones de Hermann Langbein, Primo Levi o Jorge Semprún[1], aunque la lista de este tipo de obras es mucho más larga. Los estudios históricos sobre los campos de concentración comenzaron a aparecer en los años 1960, especialmente a raíz de los grandes procesos judiciales contra criminales nacionalsocialistas en Frankfurt y Jerusalén, que propiciaron la edición de algunos estudios sobre el sistema de campos de concentración que, hasta ahora, podemos considerar como básicos en este tema. En 1965 Martin Broszat publicó una investigación que fue utilizada como informe en el primer proceso sobre Auschwitz[2]. Tres años después se publicaba la monumental obra de Olga Wormser-Migot[3], y en 1973 la investigación de Joseph Billig[4]. Estos autores fueron los pioneros en este tipo de investigaciones históricas y sentaron algunas de las bases de los estudios posteriores. Durante los años 1970-1980, los historiadores prestaron una escasa atención a la investigación sobre los campos de concentración, pero esta tendencia varió en la década de los 1990. En poco tiempo aparecieron algunos trabajos de investigación, generalmente como parte de proyectos científicos globales, que introdujeron nuevas escalas de apreciación sobre el tema. Muchos de estos estudios hacen referencia a la cuestión de la pedagogía, metodología didáctica, enseñanza o exposiciones, así como al tema de la conmemoración y el recuerdo de los campos de concentración[5]. Aunque actualmente, a comienzos del siglo XXI, ya existe un gran número de publicaciones e investigaciones sobre los campos de concentración, hay relativamente pocos estudios históricos empíricos concretos. No existe un trabajo de investigación general sobre el sistema de campos, que sintetice los resultados de los diferentes estudios individuales en un trabajo conjunto. Tampoco existe una monografía sobre los campos que describa directamente las diferentes fases de desarrollo y las contradicciones de todo el proceso de los campos, así como la increíble dimensión que alcanzó ese crimen. Aún queda sin respuesta un gran número de cuestiones sobre las etapas que marcaron el desarrollo de todo el sistema de campos de concentración. En este sentido, es preciso tener en cuenta que, aunque su estructura organizativa y administrativa apenas sufrió grandes cambios desde mediados de los años 1930, las funciones del sistema de campos de concentración se transformaron notablemente durante todo el período del Tercer Reich. Por eso, el principal planteamiento que debemos hacernos es cómo se transformó el sistema, en el transcurso del dominio nacionalsocialista, y qué elementos caracterizaron cada una de esas fases. Pero, además, también debemos preguntarnos por los efectos que estos cambios funcionales tuvieron sobre aquellos individuos y grupos de personas que se encontraban internadas en los campos. A partir de esos cambios, podremos concluir que el elemento central de esas transformaciones fueron los cambiantes planteamientos de la dirección de las instancias de control y represión, y no sólo la realidad de los perseguidos. Así, la reconstrucción de lo que Karin Orth ha denominado la “perspectiva del culpable” (Täter-Perspektive[6]), nos permite analizar el desarrollo del sistema de campos de concentración en el contexto de las intenciones de la dirección nacionalsocialista, y nos ofrece una nueva perspectiva sobre las acciones de la dirección política nacionalsocialista y de su brazo ejecutivo, las SS. En la literatura de investigación histórica podemos encontrar diferentes periodizaciones sobre el sistema de campos de concentración, aunque siempre hemos de tener en cuenta que las fronteras entre un período y otro son vagas y difusas. De estas periodizaciones, la que ha dominado principalmente ha sido la que señalaba la existencia de tres etapas: 1933-1936, en la que los campos de concentración se destinaban principalmente a los enemigos políticos del régimen; 1936-1942, cuando se convirtieron en centros de internamiento para las víctimas de las medidas reguladoras de la economía de guerra y del conflicto bélico; y 1942-1945, caracterizada por dos elementos tan contrapuestos como las necesidades de mano de obra de la economía de guerra y el exterminio masivo de los judíos europeos. Este tipo de clasificación se ha basado en investigaciones centradas especialmente en los factores económicos y su influencia en las condiciones de existencia de los detenidos de los campos de concentración[7]. Sin embargo, este primer modelo ha quedado sujeto a diferentes interpretaciones. Por ejemplo, Karin Orth, en su estudio sobre el sistema y la organización de los campos de concentración nacionalsocialistas, establece seis etapas: 1933-1934, como la fase de los “primeros campos”; 1934-1935, una primera etapa de centralización; 1936-1939, el nacimiento de un sistema de campos centralizados; 1939-1942, la primera fase de la guerra, como un período de transición; 1942-1944, la segunda mitad de la guerra, caracterizada por el exterminio y el trabajo forzoso; y 1945, la evacuación de los presos de los campos de concentración[8]. A mi entender, sin embargo, la división más adecuada para el conjunto del sistema de campos de concentración nacionalsocialista, se basaría en cuatro períodos diferentes. La primera fase, entre 1933-1935, sería la que muchos autores han denominado de “campos salvajes” (wilde Lagern[9]), y que se caracteriza por la aparición de un gran número de centros de detención autónomos, que sirvieron como elementos de consolidación del poder nacionalsocialista, aunque de duración efímera y sin ningún tipo de control o regulación estatal. Durante 1934-1935, al mismo tiempo que el Reichsführer SS Heinrich Himmler iba consolidando la centralización del sistema represivo policial, también se produjo un proceso de centralización y reducción del número de campos “salvajes” existentes. La segunda fase, 1936-1939, es la fase de centralización y unificación de la estructura interna y externa de todo el sistema de campos de concentración, a partir de la creación de nuevos campos siguiendo el “modelo Dachau” y de preparación para la fase de expansión que llegaría con el inicio de la guerra. Esta fase de centralización coincide con la consolidación del poder de Himmler al frente de la policía alemana. La tercera fase abarca la primera mitad de la guerra, entre 1939 y 1942, ya que el comienzo de la guerra marcó una profunda transformación de los campos, con grandes cambios también en la composición de los grupos de detenidos. Esta última característica, junto a la introducción del trabajo de los presos, serán los elementos determinantes del período. Finalmente, la fase entre 1942 y 1945, vería la transformación definitiva de todo el sistema de campos nacionalsocialistas. La eliminación sistemática de los judíos europeos en los campos de exterminio (Auschwitz, Majdanek, Treblinka, etc.) se combinaba con los esfuerzos por rentabilizar el trabajo de los presos no judíos en la economía de guerra, y con la creación de una densa red de campos exteriores y comandos de trabajo. 1 LANGBEIN, H., Menschen in Auschwitz, Europaverlag, Viena, 1972; LEVI, P., Si això és un home, Edicions 62, Barcelona, 1997; SEMPRÚN, J., La escritura o la vida, Tusquets Editores, Barcelona, 1995; SEMPRÚN, J., Viviré con su nombre, morirá con el mío, Tusquets Editores, Barcelona, 2001. 2 BROSZAT, Martin, “Nationalsozialistische Konzentrationslager 1933-1945”, en BUCHHEIM, Hans, Anatomie des SS-Staates 2 Bde., Deutscher Taschenbuch Verlag, Munich, 1982. 3 WORMSER-MIGOT, Olga, Le système concentrationnaire Nazi (1933-1945), Publications de la Faculté des Lettres et Sciences Humaines de Paris-Sorbonne, París, 1968. 4 BILLIG, J., Les camps de concentration dans l’économie du Reich Hitlérien, PUF, París, 1973. 5 ORTH, Karin, Das System der nationalsozialistischer Konzentrationslager. Eine politische Organisationsgeschichte, Hamburger Edition, Hamburg, 1999. DROBISCH, Klaus, WIELAND, Günther, System der NS-Konzentrationslager 1933-1939, Berlín, 1993. AYAß, Wolfgang, ‘Asoziale’ im Nationalsozialismus, Deutsche Verlag, Stuttgart, 1995, págs. 139-165. 6 ORTH, Karin, Das System der nationalsozialistischer Konzentrationslager, pág. 18. 7 WILHELM, Friedrich, Die Polizei im NS-Staat: die Geschichte ihres Organisation im Überblick, Edit. Schöningh, Paderborn, 1997; BROSZAT, M., “Nationalsozialistische Konzentrationslager”. 8 ORTH, Karin, Das System der nationalsozialistischer Konzentrationslager, pág. 21. 9 WILHELM, Friedrich, Die Polizei im NS-Staat; PAUL, Gerhard, Staatlicher Terror und gesellschaftliche Verrohung. Die Gestapo in Schleswig-Holstein, Ergebnisse Verlag, Hamburg, 1996.

Judíos condenando a judíos

Jacob Presser decidió relatar el controvertido tema de los judíos colaboracionistas con el régimen nazi. Muchos son los libros que han abordado el dramático tema de los campos de concentración. Algunos han sido relatados desde un punto de vista biográfico-histórico y otros han optado por tomar una forma más literaria, llegando a dar forma a auténticas obras de arte, como son los casos de “Si esto es un hombre” o "La escritura o la vida”. “La noche de los girondinos” se mueve a camino de ambas posibilidades pero sobre todo llama la atención por su osadía de, siendo escrito por un judío, centrarse en la actitud de algunos de los pertenecientes a esa religión frente a la barbarie. Uno de los debates filosóficos y morales más polémicos a raíz de los hechos cometidos por la ideología nazi, es el análisis del comportamiento del ser humano cuando se ve en una situación tan extrema y entra en contradicción el sentimiento universal de justicia con el de la supervivencia, y hasta qué punto esta último sirve como excusa para no tomar partido. Jacob Presser, escribió este libro en 1957 con la intención de hacer una revisión de la memoria colectiva de los judíos-holandeses y el comportamiento de muchos de ellos ante la ocupación alemana. Este historiador debido a su situación personal vivida, colabora con la resistencia desde la clandestinidad mientras que su mujer muere asesinada en un campo de concentración, se ve en la obligación moral de desempolvar muchas de las cosas que sufrió en primera persona y otras de las muchas que ha estudiado para escribir “La noche de los girondinos”. Ya en su momento escribió un libro de poemas dedicado a la memoria de su mujer, “Orpheus”. Ante todo estamos ante una mirada profunda al ser humano, como casi siempre en estos casos también dolorosa, y cómo en momentos de total sufrimiento es capaz de convertirse en un monstruo cruel o en lo contrario, es decir, como dice entre sus páginas, convertirse, de verdad, en un hombre. Pero también tiene mucho de intento por saldar cuentas con aquellos que por preservar su integridad, miraron hacia otro lado, dieron chivatazos o directamente colaboraron en el exterminio de sus iguales. Tanto tiene este libro de mirada necesaria al pasado que el gobierno holandés regaló en su momento de edición miles de copias en la Semana del libro holandés, más tarde le otorgaría el premio Van der Hoogt. Construido a medio camino entre la ficción (de personajes y situaciones concretas que no de la escenificación) y la biografía, no se trata como deja claro el escritor desde un principio de un empeño literario sino de una necesidad por contar lo que allí sucedió. Este hecho se deja notar en que el inicio resulta algo deslavazado e inconexo. Según transcurre algo el relato, no tiene más de 100 páginas, consigue crear la suficiente tensión para interesar al lector por la deriva de los personajes y su historia, gracias también a ser contado a modo de flashback. Jacques Henriques, el protagonista de la novela, simboliza en su periplo vital todas las actitudes que el autor quiere mostrar. Desde la “neutralidad” impartiendo clases en un colegio, hasta su colaboracionismo directo, formando parte de los Servicios de Orden (las SS judías) tras ser reclutado por el hijo de uno de los mandamases del campo de concentración Westerbork, y acabando por su redención a raíz de entablar amistad con una suerte de rabino. No estamos ante un libro que destaque sobremanera por su calidad literaria, cosa que dicho sea de paso no parece ser la intención de su creador. Lo que si posee “La noche de los girondinos” es toda la fuerza nacida de revelar una verdad, trágica y desconocida, que investiga en el alma humana y en los mecanismos que “ayudaron” a mantener uno de los episodios más deleznables de la historia. Aunque centrado en un momento histórico determinado no hay que dejar pasar la reflexión que efectúa para aplicarla a muchos de los acontecimientos que suceden hoy en día a nuestro alrededor.

La Clinica de Sonnenstein: La Eutanasia Nazi



Esta foto producida por el Ministro de Propaganda del Reich muestra pacientes en un asilo no identificado y su existencia se describe como "vidas sin esperanza". A través de la propaganda, los nazis querían provocar la simpatía pública para el programa de eutanasia.

El Programa de Eutanasia Nazi

El término “eutanasia” (literalmente, “buena muerte”) se refiere usualmente a causar la muerte sin dolor de un individuo con una enfermedad crónica o incurable. En el uso nazi, sin embargo, “eutanasia” se refería a la matanza sistemática de los discapacitados mentales y físicos que estaban internados en instituciones, sin el conocimiento de sus familias.

Se piensa que el planeamiento del programa de eutanasia empezó en julio de 1939. En octubre de 1939 Hitler firmó una autorización secreta para proteger a los médicos, el personal médico, y los administradores que participaban en el programa de posibles procedimientos penales en su contra; esta autorización fué antedatada al 1 de septiembre de 1939, para sugerir que el programa de eutanasia estaba relacionado con medidas de guerra. El nombre de clave de esta operación secreta era T4, en referencia a la dirección de la calle (Tiergartenstrasse 4) de la oficina que coordinaba el programa en Berlín. Seis instalaciones de gaseamiento fueron creados como parte del programa de eutanasia: Bernburg, Brandenburg, Grafeneck, Hadamar, Hartheim, y Sonnenstein.

Propaganda nazi, promocionando "eutanasia" y preparada para las Juventudes Hitlerianas. La leyenda dice: "Negro, enfermo mental (inglés) 16 años en una institución costando 35.000 RM [Reichsmarks]".

Las víctimas del programa de eutanasia incluían originalmente niños y adultos con incapacidades o anomalías físicas o con enfermedades mentales. Los médicos de T4 seleccionaban pacientes para la muerte. Estos médicos raramente examinaban personalmente a los pacientes en este proceso; a menudo basaban sus decisiones sobre los documentos médicos y los diagnósticos del personal de las instituciones donde las víctimas se hallaban internadas.

Los que eran seleccionados eran transportados por el personal de T4 a los sanatorios que servían como instalaciones centrales de gaseamiento. Les decían a las víctimas que iban a someterse a una evaluación física y tomar una ducha para desinfectarse. En vez, eran asesinados en cámaras de gas usando monóxido de carbono puro. Sus cuerpos eran inmediatamente quemados en crematorios adyacentes a los edificios de gaseamiento. Las cenizas de las víctimas cremadas eran tomadas de una pila común y puestas en urnas sin preocuparse de la identificación correcta. Una urna era enviada a la familia de cada victima, junto con un certificado de muerte enumerando una causa y fecha de muerte ficticia. La muerte imprevista de miles de personas hospitalizadas, cuyos certificados de muerte enumeraban causas y lugares de muerte extrañamente similares, dió lugar a sospechas. Eventualmente, el programa de eutanasia se convirtió en un secreto a voces.

Hitler ordenó parar el programa de eutanasia al fin de agosto de 1941, dado el conocimiento público generalizado de la medida y la estela de protestas privadas y públicas sobre las matanzas, especialmente de miembros del clero alemán. Sin embargo, esto no significó el fin de la operación de las matanzas de eutanasia. En agosto de 1942, las matanzas recomenzaron, aunque secretamente. Las víctimas ya no eran asesinadas en instalaciones de gaseamiento centrales, sino por inyección letal o sobredosis de drogas en varias clínicas dispersas por toda Alemania y Austria. También muchas de estas instituciones privaban sistemáticamente las víctimas adultas e infantiles de comida. El programa de eutanasia continuó hasta los últimos días de la Segunda Guerra Mundial, creciendo y llegando a incluir una amplia gama de víctimas: los llamados asociales, pacientes geriátricos, víctimas de bombardeos, y extranjeros que hacían trabajos forzados. 

Durante la fase inicial de las operaciones, de 1939 hasta 1941, alrededor de 70.000 personas murieron en el programa de eutanasia. En el procedimiento del Tribunal Militar Internacional de Nuremberg (1945-1946), se calculó que el numero total de víctimas era de 275.000 personas.

El programa de eutanasia estableció el uso de las cámaras de gas y los crematorios para el asesinato sistemático. Los expertos que participaron en el programa de eutanasia fueron instrumentales en el establecimiento y la operación de los campos de exterminio usados después para llevar a cabo la “Solución Final”.

La Clínica Sonnenstein

Trabajadores de la clínica

El castillo se Sonnenstein está ubicado en Pirna, cerca de Dresden. Fue construido después de 1460 en un antiguo castillo medieval y utilizado como una casa mental desde 1811. A principios de siglo XX fue utilizado, entre otras cosas, como sanatorio mental. En octubre de 1939, el sanatorio, fue oficialmente cerrado.

Entre principios de 1940 y en junio de ese mismo año, una parte delantera del castillo se convirtió en un centro de eutanasia. Para ese propósito, se instaló una cámara de gas.

Los doctores y el personal del centro

En el verano de 1940, Horst Schumann fue nombrado director de la clínica. En el castillo, trabajaban 100 personas. Además del director, el Doctor Horst Schumann (1906-1983), cuatro doctores trabajaron en el centro durante varios períodos: Kurt Schmalenbach, Ewald Worthmann, Kurt Borm y Klaus Endruweit, todos ellos doctores jóvenes, cuyas edades estaban comprendidas entre los 27 y 34 años, y que no tenían ningún conocimiento psiquiátrico.

Sus tareas consistieron en examinar de forma breve a las víctimas para decidir las causas ficticias de sus muertes; funcionamiento de las válvulas de la cámara de gas; extracción de los sesos de algunas de las víctimas para su "estudio científico" en el Kaiser Wilhelm Institute para la Investigación Cerebral en Berlín-Buch; y firmar "las cartas de condolencia " dirigidas a las familias de las víctimas.
Después de su salida del centro, Horst Schumann siguió su carrera criminal en el campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau, de 1942 a 1944. Allí condujo experimentos sobre la esterilización de masas por irradiación de rayos X a hombres y mujeres jóvenes judíos.

El transporte

En la organización centralizada del programa "de eutanasia", la empresa de ambulancias Gemeinnützige Krankentransport GmbH (abreviado "Gekrat") fue responsable de transportar a los pacientes para ser asesinados.

Se elaboraban listas que eran enviadas al personal de transporte del centro de matanza y, una copia a la institución que transfería a los pacientes.
El personal de transporte en Sonnenstein incluyó a ocho conductores, que diversas veces por semana, trasladaban “los paquetes” de pacientes desde las instituciones de transferencia a Sonnenstein.

Las ventanas de los autobuses fueron pintadas de color azul para que los pasajeros no pudieran ver donde iban, ni desde el exterior se les viera.
Para evitar problemas durante el transporte se les decía que eran trasladados a otra institución. 

Víctimas

Las víctimas de asesinato incluyeron a gente de todas las edades, sexos y clases sociales, incluso los niños de las instituciones como Katharinenhof Grosshennersdorf, Sajonia, y el hospital del estado en Chemnitz - Altendorf.

Los pacientes asesinados en Sonnenstein provenían de Sajonia, Turingia, Silesia y partes de Baviera. La víctima más joven tenía dos años; el más viejo 86.

Después "del examen" en la planta baja del edificio, se requería a las víctimas que se sacaran las camisas y jerséis en grupos de 20 a 30 para que una enfermera los supervisara.

Bajo el pretexto que se iban a duchar, eran conducidos al sótano. En el vestíbulo donde estaba situada la cámara de gas, los pacientes se desnudaban completamente, y eran enviados al cuarto de duchas (cámaras de gas).

Las enfermeras cerraban la puerta de acero de la cámara y un doctor era avisado para que abriera la válvula de los tanques comprimidos de monóxido de carbono que, estaban ubicados en el cuarto contiguo y, observar las luchas atormentadoras de las víctimas que duraban varios minutos antes de la muerte.

Los cuerpos eran sacados de las cámaras de gas por los "desinfectadores", que posteriormente extraían de los mismos cualquier diente con coronas de oro, y luego eran trasladados al crematorio, aunque algunos fueron reservados para ser diseccionados.

Un grupo de trabajadores, con un molinillo, molían los huesos que no se habían quemado por completo. Las cenizas que no iban a parar a las urnas fueron vertidas por el río Elba, que pasaba por detrás del edificio.

Cámara de gas

La Cámara de Gas

La cámara de gas consistía en una habitación hermética, a modo de sala de duchas, por las cuales salía el monóxido de carbono, introducido desde el exterior.

Extracto de la declaración del policía Dr. Albert Widmann, el 11 de enero de 1960:
“Después de un rato, cuando fui convocado como experto a un hospital psiquiátrico en Pirna, porque llamas de cinco metros salían por la chimenea del centro, observé que en el centro había sido construida una cámara de gas y una chimenea rectangular era usada para evacuar los humos de un crematorio". 

Los hornos crematorios

La autorización de Adolf Hitler para el programa de Eutanasia (Operación T4), firmada en octubre de 1939, pero fechada el 1 de septiembre de 1939.

Los SS quemaban los cuerpos de las víctimas asesinadas en dos hornos crematorios.
Durante el mes de julio de 1941, se incineraron más de 2.500 cuerpos, lo cual significa que la chimenea humeaba de día y de noche, y el olor de los cuerpos ardientes impregnaba el ambiente de la localidad de Pirna.

Los habitantes de Pirna atestiguaron que por una de las chimeneas del castillo salían unas llamaradas impresionantes. El cuerpo de bomberos de Pirna fue enviado a la escena, donde no se les permitieron entrar. El Doctor Widmann de la policía nacional, que fue enviado a toda prisa al centro, concluyó que las altas llamas habían sido resultado de la crema de demasiados cuerpos a la vez.

Los Asesinatos

En la primavera de 1941, dos transportes con 187 enfermos procedentes del campo de concentración de Buchenwald llegaron al centro. Los 187 enfermos fueron gaseados.
En el centro, 1.031 presos de Auschwitz, Buchenwald y Sachsenhausen fueron asesinados entre junio y agosto de 1941.

La mayoría de ellos polacos y algunos ciudadanos checos, entre ellos el objetor de conciencia y doctor militante de la resistencia Martin Gauger (1905-1941), Romuald Buczowski (1902-1941), director de la escuela de Varsovia, Ludwik Kaszycki (1883-1941), oficial de ejército polaco y el rabino de la ciudad de Moravian en Jihlava, Dr. Arnold Grünfeld (1887-1941).

El 28 de julio de 1941, una comisión especial de médicos llegó al campo de concentración de Auschwitz, y seleccionó a muchos de los presos del bloque 15 para ser asesinados en uno de los centros de eutanasia.

El Dr. Horst Schumann, director del Centro de eutanasia de Sonnenstein, era uno de los miembros de esa comisión. En total seleccionaron a 573 reclusos, la mayoría presos polacos, y dos kapos tremendamente brutales, Ernst Krankemann, kapo de la brigada de construcción de carreteras, y Johann Siegruth.

Krankemann fue asesinado durante el viaje, Siegruth se suicidó durante el mismo, y el resto de prisioneros, 573, fueron gaseados en Sonnenstein a su llegada.
El número total de asesinatos en el centro, durante su existencia como centro de eutanasia, fue oficialmente de 13.720 “pacientes”, aunque se cree que en realidad fueron asesinadas más de 15.000 personas.

Cartas de Condolencias

“Lamentamos informarle que su hermana, la señorita María Stephan, que recientemente fue transferida a nuestro hospital conforme a la directiva del Comisionado de Defensa Nacional, murió de repente el 7 de diciembre de 1940, como consecuencia de una pancreatitis y una subsiguiente peritonitis.

Al no tener las direcciones de otros parientes, pedimos que se los notifique usted.

De conformidad con las regulaciones oficiales en conexión con actividades de guerra, las autoridades locales de policía han ordenado la cremación inmediata del difunto y la desinfección de sus efectos personales (Sección 22 de Regulación para Combatir Enfermedades Infecciosas) para prevenir la propagación y el brote de enfermedades infecciosas. En este caso no se requiere el permiso familiar al respecto.

Los efectos personales de los difuntos, en el grado que sean útiles después de la desinfección, están en nuestra custodia. Los mismos pueden ser reclamados por los herederos legítimos, que deben presentar un documento emitido por las autoridades competentes que los identifiquen como tal. Si no recibimos ninguna instrucción de usted al respecto dentro de 14 días, entenderemos que usted renuncia a cualquier reclamación de los efectos personales, y los entregaremos al NSV (agencia de bienestar Nacional socialista).

Si usted desea que el entierro de la urna que contienen los restos mortales del difunto sea un cementerio determinado, serán trasladados sin coste alguno al mismo, previa autorización de la administración del cementerio afectado. Caso de no recibir respuesta al respecto, en el plazo de dos semanas, la administración del centro se encargará de ello.

Junto a la presente se adjuntan dos certificados de defunción que usted puede necesitar para la presentación en las agencias oficiales”.

Las familias fueron informadas de la muerte de sus parientes en "cartas de condolencia". El texto de la carta, estándar, había sido diseñado con cautela. La carta mencionaba la causa ficticia, de la muerte natural, escogida por un doctor para que encajara el cuadro clínico del paciente.

Pero también, a parte de la falsedad de la carta, también lo era la fecha. 
Para desalentar a los parientes de visitar al hospital, para recoger los restos de sus familiares, las cartas de condolencia incluyeron una notificación estándar mencionando que los restos ya habían sido incinerados, y que la ropa de los difuntos había tenido que ser quemada. El doctor firmaba la carta bajo un seudónimo.

Paula Siegert fue una de las 22 trabajadoras, en las oficinas de Sonnenstein, en octubre de 1962, dio el testimonio siguiente:

"Escribí lo que llamaron, cartas de condolencia, en base a un modelo, [...] abría el correo entrante, y lo contestaba como instruido. El correo era de la Fundación en Berlín, o preguntas de instituciones o miembros de las familias sobre la condición de los pacientes. "

Miembros del staff

Algunos de los otros miembros del Staff del centro fueron:
Gottlieb Hering, supervisor de oficina y director del juzgado municipal especial.
Heinrich Gley, vigilante de la institución.
Werner Becher (SS-Unterscharführer), chofer.
Heinz Kurt Bolender, incinerador.
Gerhardt Börner, jefe de contabilidad del centro.
Erwin Lambert, instalador de la cámara de gas.
Günter Blaurock, enfermero.
Paul Rost, jefe de la policía del centro y de la sección de transportes.

Centro de adiestramiento

El asesinato en Sonnenstein sirvió como preparación para la organización, la
tecnología y personal del Holocausto.
Un tercio de ellos recibieron la orden de incorporarse a los campos de exterminio en la Polonia ocupada, debido a sus experiencias en el engaño, asesinato, quema y gastamiento de personas inocentes.

¿Quien fue Horst Schumann?

El Dr. Horst Schumann (teniente superior de las Fuerzas Aéreas y Sturmbannführer de las SS) nació en 1906 en Halle an der Saale, hijo de un médico de medicina general. Desde 1930 afiliado a la NSDAP con el número 190002 y desde 1932 miembro de la SA. Schumann se doctoró en medicina en 1933 en Halle, en 1934 trabajó para Sanidad en Halle y al estallar la guerra en 1939 fue reclutado como médico adjunto para las Fuerzas Aéreas.

Viktor Brack, el jefe de la oficina de la acción T 4 (en la que se practicaba la eutanasia de los enfermos mentales, los enfermos crónicos, los judíos y los así llamados asociales) le pidió en 1939 que participara como médico en esta acción de eutanasia, a lo que Schumann accedió poco después. En enero de 1940 fue nombrado jefe de la clínica de eutanasia de Grafeneck en Wurtemberg; allí la eutanasia consistía en asesinar a las personas mediante gases de escape. En el verano de 1940 fue nombrado director de la clínica Sonnenstein cerca de Pirna en Sajonia.

Después de que Hitler hubiera ordenado oficialmente la aniquilación de los así llamados "enfermos incurables", extendiéndola bajo el nombre en clave "14 f 13" también a los presos de los campos de concentración, Schumann formó parte de las comisiones de médicos que seleccionaban a los presos incapacitados para trabajar así como a los presos extremadamente débiles en los campos de concentración de Auschwitz, Buchenwald, Dachau, Flossenburg, Groß-Rosen, Mauthausen, Neuengamme y Niederhangen, para ser transportados a las clínicas de eutanasia, donde eran gaseados.

El 28 de julio de 1941 Schumann llegó por primera vez a Auschwitz, donde seleccionó a 575 presos que fueron transportados a la clínica de eutanasia a Sonnenstein cerca de Pirna, donde fueron asesinados. A partir de agosto de 1941, las SS prosiguieron con su acción "14 f 13", ahora a los presos enfermos se les inyectaba fenol directamente en el corazón. Un año y medio más tarde, Schumann volvió a Auschwitz para poner a prueba un método "económico y rápido" (además de las cámaras de gas) con rayos X, para la esterilización en masa de hombres y mujeres. Casi ninguna de sus numerosas víctimas sobrevivió; siendo las causas de estas muertes las quemaduras sufridas, las "intervenciones complementarias" (extirpación de ovarios y testículos), el agotamiento físico y el shock psíquico. En 1944 Schumann abandonó Auschwitz. En octubre de 1945 apareció en Gladbeck, donde se dió de alta en el Registro y donde también fue nombrado médico deportivo.

Mediante un crédito que se concedía exclusivamente a los refugiados, abrió en 1949 su propia consulta, y hasta 1951 las autoridades pertinentes no se dieron cuenta de que en realidad se trataba de un criminal nacionalsocialista buscado. Schumann pudo huir. En los años siguientes, según sus declaraciones, ejerció de médico en un barco, trabajó a partir de 1955 en el Sudán, desde donde huyó en 1959, vía Nigeria y Libia, a Ghana. Hasta 1966 Schumann no fue extraditado a la República Federal de Alemania. En septiembre de 1970 se abrió el proceso contra Schumann, interrumpido en abril del año siguiente por la hipertensión arterial del acusado. El 29 de julio de 1972 fue puesto en libertad, hecho que pasó desapercibido para el gran público. Pasó el resto de sus días en Francfort, donde falleció el 5 de mayo de 1983, once años después de haber sido puesto en libertad. Gracias a los certificados médicos pudo librarse de una condena y hasta de la prisión.

Cierre de clínica

El 24 de agosto de 1941, cuando Adolf Hitler decretó el cese de la "eutanasia" -- debido principalmente a la oposición en Alemania -- un total de 13.720 enfermos mentales y personas con discapacidades mentales habían sido asesinados en Pirna – Sonnenstein.

Entre agosto y septiembre de 1942, se desmantelaron las instalaciones dedicadas al asesinato en el centro: cámara de gas y hornos crematorios.
Desde octubre de 1942, los edificios fueron utilizados como hospital militar.

Juicio

En el verano de 1947, algunos miembros de la Aktion T4 se encontraban entre los acusados en el Dresdner Ärzteprozess (Juicio de los doctores en Dresden).
El Profesor Paul Hermann Nitsche, director médico a finales de 1941, y dos enfermeros de Sonnenstein fueron condenados a muerte.

Después de la reunificación en 1989, un empleado del cementerio municipal de Tolkewitz en Dresde, descubrió tres fosas comunes que contenían las urnas de algunas de las víctimas de Sonnenstein.

Recursos inhumanos. Los guardianes de los campos de concentración


«En los campos de concentración y de exterminio, los verdugos no solo masacraron a hombres, mujeres y niños; también mataban el tiempo».
Sobre los campos de concentración nazis (Konzentrationslager, abreviado KL) existe una numerosa bibliografía, prácticamente inagotable, del mismo modo que suele serlo el período nazi en general y el Holocausto en particular. Los estudios suelen centrarse muy a menudo, y gracias a una amplísima documentación basada en memorias y recuerdos de los supervivientes, en las víctimas, dejando un poco más de lado el caso de los perpetradores. Y tratándose de estos últimos, lo habitual es focalizar el interés en los responsables del genocidio nazi, los jerarcas del partido, los líderes de las SS o algunos de los asesinos más notorios. Queda en un espacio aparte, bastante menos tratado, la figura de los guardianes de los campos de concentración. ¿Qué papel jugaron en el funcionamiento cotidiano de esos campos de la muerte? ¿Cómo se formaban para ejercer su oficio? Y, especialmente, ¿cómo era su día a día, su bienestar, sus mecanismos de entretenimiento? A este empeño dedica Fabrice D’Almeida su libro Recursos inhumanos. Guardianes de campos de concentración, 1933-1945 (Alianza Editorial, 2013).
«Debemos acabar definitivamente con la idea de que los campos se concibieron como órganos aislados de la sociedad y de que los procesos de represión del nazismo fueron una excepción en el conjunto de la ingeniería social del III Reich. La gestión de los campos formaba parte de la experimentación social y de la creatividad política» (p. 16), comenta D’Almeida en el prólogo de este libro conciso, breve y quizá redundante en algunos aspectos. El historiador francés recoge diversas ideas alrededor del entorno concentracionario nazi, poniendo el énfasis no en los comandantes de los campos, sino en la figura de los guardianes y las guardianas de los mismos. Trabajadores con turnos de ocho horas, se podría pensar poniéndonos en la óptica nazi, perfectamente adiestrados y adoctrinados, surgidos de las filas de las SS, comprometidos con un oficio que provocaba un enorme estrés mental y, por tanto, con una necesidad de evadirse en su tiempo de ocio. Esta mirada fría no minusvalora su grado de responsabilidad en los crímenes del genocidio nazi, pero nos obliga a reflexionar sobre el fenómeno concentracionario a ras de suelo, si se me permite la expresión. Para D’Almeida, el  estudio del comportamiento laboral y su  gestión del tiempo libre nos permite entender como, alrededor de todo este entramado, «los burócratas del nacionalsocialismo desarrollaron un pensamiento global y dedicaron mucho tiempo a maximizar el rendimiento de sus decisiones al servicio de su visión del mundo. Paso a paso, los campos fueron adquiriendo el aspecto de lugares de aislamiento, territorios represivos, espacios de urbanización, fuentes de mano de obra, establecimientos de producción industrial, centros de exterminio, unidades de reciclaje, etc.» y al mismo tiempo  el espacio concentracionario «acabó siendo el territorio de economistas y expertos en producción industrial, que exigían que el personal de vigilancia se adaptara a cada etapa y, como buenos gestores, le proporcionaban la formación adecuada», y además su bienestar cotidiano (pp. 17-18).
Heinrich Himmler, Reichsführer de las SS y dirigente supremo del archipiélago de KL y VL (abreviatura de los Vernichtungslager, o campos de exterminio), se preocupó desde el principio por la formación de los guardianes de los campos, insistiendo a los directores de los mismos en labores de enseñanza acerca de la situación, los métodos y la doctrina teórica. Por tanto, los guardianes, evocando y pervirtiendo el ejemplo de los guardianes de la Politeia platónica, Himmler aspiraba a crear una superélite de vigilantes que, sancionados por la pureza de sus orígenes arios y un adoctrinamiento adecuado, debían transformar el mundo. Y el funcionamiento de los campos de concentración importaba tanto como el desempeño militar de las Waffen-SS. En 1944 alrededor de cuarenta mil personas trabajaban en los campos. Unos centenares de ellos fusilaron, gasearon y eliminaron a los prisioneros. La inmensa mayoría hacían labores de vigilancia, pero todos ellos eran conscientes del papel que jugaban en el exterminio que se desarrollaba en sus lugares de trabajo. El maltrato era cotidiano, la tortura usual e incluso, en algunas ocasiones y contraviniendo las directrices nazis, se producían abusos sexuales de prisioneras. ¿Cómo soportar todo ello? Himmler y sus subordinados en las SS plantearon un particular «Estado del bienestar» en el seno de las SS y dirigido hacia esos miles de trabajadores de los campos. Interesarse por las condiciones reales de trabajo de los guardianes y las guardianas de los campos, dando constantemente instrucciones para mejorarlas, fue una de las tareas que Himmler nunca dejó de lado. El asesinato masivo de centenares de miles de personas en las primeras fases del Holocausto –«la Shoa por las balas», en expresión de Timothy Snyder en su estremecedor libro Tierras de sangre– nunca fue fácil para la salud mental de los perpetradores del genocidio, ni tampoco lo fue en el trato diario de los campos de concentración. D’Almeida incide en cómo Himmler concebía a sus guardianes como los «pastores de rebaños» de subhumanos, partiendo de ideas del filósofo Martin Heidegger, y a su vez podría catalogarse al propio Himmler como un particular «director de Recursos Humanos»: había que garantizar el «bienestar» de esos miles de «pastores», vigilando que cumplieran con su jornada laboral y que tuvieran espacios de ocio y entretenimiento que les ayudara, no sólo a sobrellevar la dureza de su oficio (que también), sino especialmente a «favorecer una buena integración [en el seno y el orden de las SS]» (p. 262). Trabajando tantas horas, debían distraerse por medio de actividades culturales o lúdicas –libros, discos, juegos, deporte, espectáculos teatrales, visionados cinematográficos–, pues «su peor enemigo era el aburrimiento, la desocupación, como si esto amenazara con colocarlos en la misma situación en que se encontraban las mismas poblaciones que vigilaban y que consideraban, a pesar de que estaban sometidos a la esclavitud, como parásitos. De este modo, se confirmaban los prejuicios que producía y canalizaba la sociedad nazi. Así se reafirmaba su posición de garantes de un orden que solo podía sostenerse con su colaboración» (pp. 262-263).
Viendo pues los libros que leían y que nutrían las bibliotecas de los diversos campos de concentración y exterminio, las comandas de discos, las programaciones de radio y cine, los juegos de mesa que solían practicarse, los deportes que se potenciaban y los instrumentos musicales que solían reclamarse en las peticiones de material a la Kommandantur central del archipiélago concentracionario, y aunque en ocasiones puede tratarse de un tipo de información aparentemente árida, D’Almeida nos acerca al día a día de los guardianes. Conocemos los nombres de comandantes y guardianes que maltrataban y torturaban a los prisioneros, pero no tanto el modo en que se distraían una vez que acababa su jornada laboral. ¿Qué papel jugaron las guardianas, por ejemplo? D’Almeida analiza el rol que ejercían dentro del campo, interactuando estrechamente con las prisioneras, manifestando una violencia profesionalizada sobre ellas, ejecutando «una brutalidad que habría de virilizarlas» (p. 64). Incide en la sexualidad de los guardianes y las guardianas, superando los «estereotipos de construidos en la posguerra para realzar la monstruosidad de los verdugos, como si hubiera sido necesario añadir a sus crímenes comportamientos que chocaban con el sentido común» (p. 107), de modo que se concluye que la sexualidad no era tan libre como los relatos de algunos prisioneros daban a entender. Desde la dirección de las SS se insistió en la pureza racial en las relaciones sexuales, se potenció y vigiló los matrimonios, se crearon burdeles oficiales para ellos, mientras que no se hacía nada parecido para las mujeres. En última instancia, «las actividades sexuales se entendían como una manifestación lógica de la virilidad» (p. 114) y especialmente de la necesidad de no contaminar la raza aria, por tanto los contactos sexuales de guardianes (y guardianas) con las prisioneras eran escasos y fuertemente perseguidos.
Todo el programa de «recursos inhumanos», parafraseando el título de este libro, tenía un objetivo claro: dentro de un particular «Estado del bienestar» –y que en todo el Reich nazi tenía un precedente en organismos como la organización Kraft durch Freude (La fuerza por la alegría), dirigida por Robert Ley–, en el que proteger y socorrer a los ciudadanos, había que favorecer la integración de los guardianes en la cultura política y, al mismo tiempo, crear la ilusión de una realización personal: «para el personal administrativo y represor de los campos, el deporte, la música, los juegos de cartas e incluso las visitas al burdel formaban parte de los ritos de socialización que situaban a cada uno en el lugar apropiado dentro del universo concentracionario» (p. 263). Era esencial, concluye D’Almeida, cuidar la atención de, en palabras de Himmler, este «material humano», pues «su resistencia o su fragilidad constituían un motivo de preocupación para los responsables de las SS, que sabían que la violencia podía producir efectos penosos en los guardianes si no se organizaban las cosas adecuadamente para facilitar su tarea» (p. 264). Pues, en última instancia, se trataba de que el trabajador/guardián realizara su oficio en las mejores condiciones. La frialdad que subyace tras esta idea de gestionar los «recursos (in)humanos» de los vigilantes sigue siendo tan estremecedor hoy en día como pudieron percibirlo los prisioneros de los campos de concentración nazis. Fuente: hislibris