UN TRABAJO PREMIADO DE ALBERTO ERNESTO FELDMAN

Con alegría recibí el correo del amigo escritor porteño Alberto Ernesto Feldman, quien con su simpleza acostumbrada, comparte un trabajo merecedor de un segundo premio en un concurso literario, presea por la que lo felicitamos afectuosamente desde estos pagos de Salta.

Estimado Marcelo:

Quiero compartir contigo, que has sido tan generoso al brindarme tu amistad y tu espacio, la satisfacción por haber escrito algo que ha merecido un segundo premio en un concurso. Te envío el trabajo en cuestión a los efectos que estimes conveniente.
Un abrazo muy cordial y muchísimas gracias.
Alberto Ernesto Feldman

A Enrique Manuel


junio o julio de 1956

Con Enrique nos conocimos por un amigo común a mediados de 1956. Teníamos quince años y cursábamos el tercer año del secundario en distintos colegios. Nos identificamos en tantas cosas que desde el primer momento fuimos cada uno el mejor amigo del otro. Teníamos toda la pasión y toda la ingenuidad de la edad, nuestros ídolos eran los mismos y la generosidad de la adolescencia junto a la sensibilidad ante los dolores propios y ajenos, nos decidieron a simpatizar con el socialismo y a estudiar Medicina.

Mientras llegaba el ingreso a la Universidad, pasábamos flotando por los últimos años del secundario intercambiando los conocimientos adquiridos, El me enseñaba los pasos del twist y del rocanrol y yo le mostraba como se jugaba al billar, comentábamos los cuentos de Cortázar y la música de Mozart, Glenn Miller o Aníbal Troilo, y terminábamos comiendo una pizza en Cabildo y Monroe o volvíamos a Saavedra para tomar un chopp en la cervecería alemana frente a la estación, mientras mirábamos pasar las chicas en flor con sus polleras acampanadas.

abril de 2004

El neurocirujano se veía muy satisfecho con el trabajo realizado y nos infundió mucha confianza. Enrique estaba cada vez más lúcido después de la operación y del coma postraumático que lo había tenido quince días inconsciente.

Su recuperación parecía un milagro para quienes lo habíamos acompañado día a día en terapia intensiva. La claridad de su razonamiento y el retorno de la movilidad eran espectaculares. Hacía una semana que había vuelto a su casa y había venido a la consulta caminando lentamente, pero con seguridad.

Las placas tomográficas, en las que se veían varias filas de imágenes de pequeños cerebros, cada uno con un espacio vacío en el lugar del tejido extirpado, alentaban la esperanza de que se había eliminado toda la parte afectada.

-¡Esto está bárbaro!...- dijo el cirujano, volviendo a colocar las placas en la pantalla iluminada, --¡se las voy a pedir prestadas para mostrar en un congreso!...- Cuente con ellas, contestó Enrique con una débil sonrisa, para preguntar a continuación con voz pretendidamente neutra: --¿Y cómo sigue esto, doctor?...

El cirujano vaciló un instante y por primera vez lo miró directamente a los ojos. - ¿Quiere que le conteste de médico a paciente o de médico a médico? De pronto, el aire se enrareció, esa diferencia no presagiaba nada bueno. Tragué saliva y me encogí en mi asiento. Enrique, por el contrario, se aclaró la garganta y pareció erguirse sobre sí mismo.

-¡Como médico!, respondió con firmeza. Me emocioné, se me aguaron los ojos y se me hizo un nudo en la garganta. Hubiera querido estar muy lejos de allí, y no ser testigo de esa consulta entre esos dos colegas.

Sin embargo, no fue tan terrible. Nada parecía ser definitivo. Había que esperar un par de semanas más para que el cerebro se termine de reponer del trauma quirúrgico y luego, el que tendría la palabra sería el oncólogo.

Enrique hizo una pregunta referida a la posibilidad de volver a trabajar al Hospital y atender también en su consultorio. La respuesta favorable lo animó mucho, y relajó la tensión que se había generado.

El caso es que podía seguir atendiendo a sus pacientes, su razón de ser, siempre que controlara con medicación la posible reaparición de convulsiones, las mismas que con su brusca irrupción habían obligado a efectuar una operación de urgencia, una vez localizado en el cerebro el origen del mal. La Cirugía ya había hecho su parte. Ahora, quince días después, nos dirigíamos a la cita con el oncólogo.

Nos movíamos siempre en taxi, pero esta vez quise manejar. Posiblemente, Enrique estaría ansioso por saber cual era la medida de su futuro, y durante el viaje, seguramente diríamos cosas que los dos sabríamos que, hasta tener la palabra del especialista, sólo serían expresiones de deseo. El estar atento al tránsito me evitaría tener que sostener el andamiaje de una conversación forzada, aunque como había sido siempre, y luego confirmé una vez más, él tenía muy claro su proyecto de vida, midiese ésta lo que midiese.

Eran mis propios miedos los que yo le adjudicaba. Pocos días antes, sin programa previo, yo había entrado a un cine del Centro para hacer tiempo entre dos trámites, pero con tan mala puntería, que la película trataba de dos enfermos terminales que hacen una lista de los gustos que quieren darse antes del fin y los concretan.

Me quedé pegado a la butaca cuando hubiera querido salir corriendo de allí, pero ahora, en medio del ruido del tránsito afuera y una pausa interminable entre nosotros, la idea me sedujo y la copié, tratando de presentarla en la forma lo más potable posible, para que hiciéramos planes juntos. Después de todo, éramos amigos desde los quince años, parientes desde los treinta y ahora íbamos para los setenta, ligados siempre por una entrañable relación.

La voz me salió más o menos natural; --Enrique, voy a vender el coche... no quiero manejar más. Me van a sobrar unos pesos y a vos no te faltan, - ¿Qué te parece si le damos un descanso a las mujeres y nos vamos los dos solos a recorrer Europa hasta que se nos acabe la guita?...

No sé si sonó creíble o falso lo que dije, pero no importó, porque de todos modos, él no me escuchaba.

Después de un largo silencio, al detenernos en un semáforo, suspiró largamente meneando la cabeza y dijo suavemente: -Viejo, uno se preocupa toda la vida por cosas sin importancia. Este es el momento en que las cosas toman su exacta dimensión; te agradezco la idea, pero ahora que soy un paciente en tratamiento, voy a dedicar el tiempo que me queda a lo que me gusta y lo que sé hacer, que es tratar a mis pacientes de la forma que me enseñaron mis maestros; yo también conozco esa película, (como siempre, me adivinaba el pensamiento), pero el cine es el cine y esta vida es mía hasta donde alcance…

Noviembre de 2009

Siempre en noviembre, como todos los años, mi mujer baja de la terraza, como antes lo había hecho su madre, con un cesto lleno de jazmines, que corta de la maceta del rincón y distribuye en dos o tres floreros que perfuman toda la casa parte del verano, aún cuando los blancos pétalos se pongan amarillos o incluso marrones.

Hoy, como siempre, me los hizo oler antes de repartirlos, y la sensación olfativa me llevó instantáneamente a recrear, con una exquisita fidelidad, una antigua escena repetida

muchísimas veces, hace ya cincuenta años; Enrique y yo, ambos de diecisiete, diecinueve, veinte años, sentados frente a frente, cada uno con su libro, estudiando juntos para los

exámenes, turnándonos para leer los temas, separados por un hermoso velador de bronce que había hecho él mismo con una vieja trompeta abollada, y al lado, un bol de cristal cargado de jazmines que olían exactamente como los de hoy, porque son los mismos, de la misma planta, cortados de la misma maceta.

Entonces todavía no sabíamos que solo uno de los dos sería médico, todavía ambos creíamos en utopías, todo nos parecía posible cuando nuestro primer voto había llevado a Alfredo Palacios al Congreso, todavía las mujeres eran un misterio que tratábamos de descifrar en los bailes de Carnaval, nos sacudían las películas de Ingmar Bergman y faltaban todavía diez años para que la guerra de Vietnam, el Mayo Francés y la muerte del Che nos notificaran que la juventud había llegado a su fin y teníamos que empezar a madurar. Tampoco sabíamos que el destino nos convertiría en cuñados doce años mas tarde.

Se separaron nuestros caminos y cada uno por su lado nos deslizamos velozmente desde nuestros veinte años en adelante.

Yo abandoné los estudios y cambié varios empleos hasta que el volante me atrapó. Mi oficio, por más de cuarenta años, fue el de chofer de ómnibus, taxis y camiones.

Enrique se recibió, se casó e hizo una brillante carrera en la especialidad de Psiquiatría,

formándose al lado de un maestro de la talla de Mauricio Goldemberg, durante la innovadora experiencia del Hospital de Lanús, frustrada por la represión militar como tantas cosas y tantas vidas.

Nuestros caminos se cruzaron nuevamente cuando su hermana y yo nos casamos, sumando a nuestra amistad el parentesco, en una relación que además del condimento de lo familiar y lo cotidiano, también se cimentó desde siempre en el amor compartido a la Literatura y a la Música.

Muchas veces aparece la imagen de Enrique al influjo de cosas tan simples como el olor de estos jazmines, pero también con las voces emocionadas de los pacientes que atendió durante sus últimos cinco años, mientras cursaba su propia enfermedad, y que todavía llaman por teléfono preguntando con voz ansiosa por el doctor. Le leo a mi mujer esto que termino de escribir sobre Enrique, su hermano, mi amigo. Nos abrazamos y lloramos un poco.

Es el Duelo. Está bien.