EL NIÑO Y LA BAILARINA

Por Alberto Feldman

Estimado Marcelo:
Por esas cosas de Facebook, buscando conocer a una sobrina nieta recien nacida, en Brasil, a quien encontré, lo mismo que a mi hermana y a mi sobrina, también encontré la desgraciada y frecuente "Salidera" y a esa hermosura de los "Jueves de Otoño" y por si no fuera suficiente, también esa tierna figura de tu querido papá con las pestañas y los bigotes helados, allí en la Antártida. Te felicito por tus palabras y también por tu cuadro familiar.
Junto con un gran abrazo, te envío un escrito hecho como un guiso: Tomé lo conocido de mi admirado Tchaikovsky y le agregué un Banco Suizo, un niño enfermo y una cajita de música.
Cordialmente.
Alberto Ernesto Feldman.

4 de abril de 2011



El niño y la bailarina


Hace pocos días, el Banco Nacional de Suiza procedió a abrir las cajas de seguridad inactivas por más de cien años, aportando en forma casual algo más de luz sobre una historia que siempre atrajo la atención de melómanos y musicólogos: la vida de un creador excepcional y vulnerable que convirtió en música su hipersensibilidad y su sufrimiento.
Pedro Tchaikovsky, que de él se trata, intercambió una nutrida correspondencia durante trece años, con su amiga y mecenas, la baronesa Von Meck, a quien nunca conoció personalmente.
Son alrededor de mil cuatrocientas cartas. En ellas desnuda su alma y sus emociones.
También quedo allí registrado, el proceso de creación de algunas de sus obras, en forma tan detallada como si dialogara consigo mismo.
Esta relación, intensamente afectiva y artística, pero siempre epistolar, terminó abruptamente cuando la baronesa tomó nota de la tendencia homosexual de su protegido, inclinación que ya había frustrado el matrimonio del músico con una de sus alumnas, a escasos tres meses de concretado. Pero no es esa profusa correspondencia la que importa ahora, pues ha sido conocida desde siempre y ha sido objeto de investigación y clasificación; sirviendo de base para varios libros y al menos, para un par de películas.



Lo encontrado en la caja de la familia Von Meck, a casi ciento veinte años de ocurridos los hechos, (tomando como referencia la muerte del artista en 1893), son dos cartas, de puño y letra de Tchaikovsky, que la baronesa separó de las otras, las bien conocidas, y las guardó celosamente, porque si bien dio por terminada la relación, su discreción y su admiración por aquel hombre le impidieron difundir lo que en aquella época hubiera provocado un ruidoso escándalo, que aumentaría aun más el infierno del desdichado.
En la primera de ellas, el autor vuelve a su infancia, cuenta acerca de una grave neumonía contraída a los seis años, durante el riguroso invierno ruso, que lo mantuvo durante seis meses en un estado crepuscular, entre la vida y la muerte, marcándolo por el resto de su existencia.



Pero leamos sus propias palabras:
“…Yo no sabía bien lo que me ocurría, mi madre adorada acariciándome incansable; mi padre y mi hermano mayor tratando de parecer naturales sin conseguirlo, todos llorando al salir de la habitación. Nadie más me visitaba. El temor al contagio era muy grande. Los días transcurrían con una lentitud desesperante, y las noches insomnes me aterraban, hasta que mi madre, en Nochebuena, después de leerme un cuento, dio cuerda a la cajita de música que había recibido de regalo horas antes; una bailarina que giraba en un sentido y luego en el otro, al compás de una canción infantil de Mozart, a quien admiré desde entonces como el mejor de mis maestros.  La gran vela que quedaba encendida hasta su extinción, agrandaba la figura de la muñequita que bailaba en las paredes. Ya no estaba solo por las noches. Ya no tenía miedo.  Su silueta me protegía, sus ojos parecían buscarme, esa música me serenaba.
Comencé a amar apasionadamente, a ese pequeño ser; a recorrer con el dedo la silueta de su sombra huidiza en las paredes, a sentirme más fuerte cada día por su influjo bienhechor.
Cada mañana agradecía su compañía nocturna tomando suavemente en mis manos la preciosa miniatura de su cuerpo, acariciando su cara de marfil, besando sus ojitos negros.
Por fin llegó la Primavera; gradualmente se fue derritiendo la nieve, el sol se hizo cada vez más poderoso y los colores se adueñaron del jardín que yo atisbaba desde mi ventana.
Como por arte de magia, una mañana supe que estaba curado. Tenía toda la fuerza, todo el ánimo, toda la alegría. Mi primera mirada, antes de bajar y sorprender a mi familia, fue para mi adorada bailarina. No estaba en su lugar; ¿alguien la había sacado de allí?... no; estaba en el suelo, desmembrada. Lloré y lloré. Desde entonces supe que a cada alegría se asociaría una tristeza, a cada encuentro una separación, a cada amor un dolor, y así sería para siempre…”




Leamos la última carta, fechada en la Navidad de 1892.
“Querida amiga:
No me ha contestado usted mi última carta. Dos años sin noticias suyas es mucho tiempo. Comprendo su enojo y ante usted, y sólo ante usted, intento justificarme de algún modo.
Ayer estrené el “Cascanueces” en San Petersburgo con gran éxito. No me alcanza.
Sigo buscando a la bailarina a la que amé desde niño entre las que danzan con mi música pero no la encuentro. No es la Odette del “Lago de los cisnes” ni “La Bella Durmiente”.
La busqué, la llamé durante toda mi vida, pero no vino. Usted recordará seguramente con qué entusiasmo compuse para piano partituras infantiles como “La muñeca nueva”, “La muñeca rota” y “El funeral de la muñeca” Eran también gritos desesperados llamándola; pero nunca acudió a la cita. La Elegida no vino, y, desgraciadamente, nunca pude querer a otra. Pero basta de lamentos. Usted tal vez me comprenderá…, o quizás no, ya no importa.
Ahora estoy trabajando en una sinfonía, la última, que será algo así como un retrato de mis ilusiones y mis conflictos, con un previsible adagio final. Seguramente no viviré mucho más allá de su estreno, pero como le decía, ya nada importa.
Eternamente agradecido por su bondad. Pedro Tchaikovsky”

Diez meses después del éxito del “Cascanueces”, se estrenó, bajo la dirección del autor, una obra de carácter diametralmente opuesto; la sinfonía “Patética”, y apenas nueve días más tarde moría el brillante compositor, presuntamente por beber agua contaminada.
Junto con las amarillentas cartas, ciento veinte años más tarde, se encontró un pequeño envoltorio de papel de seda comido por la polilla, conteniendo en su interior una cajita de música con los fragmentos de una bailarina rota, que también enviara el músico a su antigua protectora.

Los funcionarios que abrieron la caja de seguridad, comentaron sorprendidos que al manipular los objetos, se destrabó el mecanismo y se volvió a escuchar una conocida canción infantil de Mozart.

NOTA: Las imágenes fueron extraídas de
ipanemagirlbing.blogspot.com
elmagicodespertardelossentidos.blogspot.com
criaturasimaginarias.wordpress.com