“Sólo razones de mucho peso podrían hacer que Hitler se decidiese por la guerra”, justifica Leni Riefenstahl (1902-2003) en sus memorias, que ahora publica Lumen. “Los repetidos esfuerzos del gobierno alemán para llegar a un acuerdo con Polonia fueron infructuosos”, excusa al Führer que, en palabras de la fotógrafa y cineasta, quería “únicamente” una comunicación por tierra con Prusia oriental y reincorporar Gdansk al Reich alemán. “Creía que finalizaría en breve tiempo”, disculpa a Hitler en su movimiento. La primera página del capítulo dedicado a sus años bélicos no tiene desperdicio.
Nada más conocer la invasión reflexionó sobre el modo “en que podía ser útil”. No pensó cuántas personas iban a morir por la irrupción de las tropas nazis en el país vecino o la legitimidad de la decisión. Una vez abandona la idea de convertirse en enfermera, decide seguir su camino propagandista que tantos beneficios le ha dado con películas El triunfo de la voluntad (1934), Día de libertad. Nuestras fuerzas armadas (1935) y Olympia (1938), y organiza un grupo de reporteros de guerra, redacta un informe sobre lo que pretendían hacer ella y sus chicos a favor de la guerra y acudió a la Cancillería del Reich “con la esperanza de poder entregar la lista y el informe a uno de los oficiales de Hitler vinculados al ejército”.
En 24 horas la Wehrmacht le aprobaba el plan y le mandaba unos uniformes de color gris azulado. Les enseñaron a andar por el Grunewald con máscara antigás y pistola. Ya estaban preparados. La guerra era poco menos que un accidentepara una de las personalidades más controvertidas del siglo XX, que en 1987 decidió poner por escrito su versión de los hechos, y confirmar despejando cualquier tipo de duda –aunque no fuera su intención- su posición en la historia del acontecimiento más sangrientodel siglo XX. Lo mejor que se puede decir de este repaso autobiográfico es que, aun con los arreglos y maquillajes que cabe esperar, no cuestionó su admiración, entrega y devoción por Hitler.
A pie de guerra
Recuerda su primera posición en una pequeña población polaca cercana a Konskie, donde a los ojos de Riefensthal “reinaba una gran animación”. Se refiere a soldados, motos y camiones de aquí para allá, ocupando las calles, tropas, el jaleo prebélico. Animadísimo. Al amanecer unas balas atraviesan la lona de su tienda: “No había imaginado que fuera tan peligroso”. Está en el frente de una guerra que, de momento, no ha crecido a escala mundial y se sorprende por lo comprometido del asunto. Quizás pensó que viajaba al mayor set de rodaje en vivo que jamás tuvo.
Para la cineasta los soldados alemanes son justos e indulgentes, no como la sanguinaria población polaca que acabó con la vida de las milicias que llegaban a su país para invadirlo. Cuenta cómo los nazis abatieron a varias decenas de civiles: “Más de treinta polacos cayeron víctimas de aquel absurdo y desenfrenado tiroteo. Cuatro soldados alemanes resultaron heridos”, vamos que creyó la explicación de un asesinato colectivo desencadenado por una tontada.
Leni no se esfuerza por humanizar al fanático. Es una octogenaria ante su memoria y no le cabe ninguna duda de que Hitler es un ser digno de idolatría. Su natural voluntad por encontrarle una coartada tras otra al Führer llega al ridículo sumo cuando pone voz al líder nazi, con cuarenta años de retraso: “Es ya la tercera vez que pedimos al gobierno polaco que entregue Varsovia sin lucha. Mientras haya mujeres y niños en la ciudad, no quiero que se dispare. Quiero que se haga una vez más una oferta de capitulación y que se intente convencerles de lo absurdo de su negativa. Es una locura disparar contra mujeres y niños” -oh, protector de los indefensos polacos recién asaltados- “Eso dijo Hitler. Si lo hubiera sabido por una tercera persona, no me lo habría creído. Pero escribo la verdad”.
La verdad y la mentira pasa tan indefinida por estas páginas como la ingenuidad y el cinismo. ¿A cuál de todas esas Leniscreer? Sea como sea, su actitud es tan irracional que no puede ser entendida más que como una postura que trata de hacer pasar a la mentira por otra cosa. Asegura que en Berlín, a pesar de la guerra, la industria cinematográfica seguía produciendo películas como si nada pasara. Bueno, en realidad, algo había cambiado: “A Goebbels le interesaban sobre todo los temas patrióticos y divertimentos de toda clase, para por una parte orientar a los espectadores hacia el objetivo de la guerra, y por otra distraerles de sus preocupaciones”. La relación entre el ministro de Propaganda nazi y la cineasta fue muy tensa, gracias a ello sus reflexiones sobre la figura del siniestro personaje tienen un calibre más certero que cuando se refiere a otros personajes como Speer o el propio Hitler. De todas maneras, volviendo a la cita, para Riefensthal la censura de alguien que determina el pensamiento de una nación, en pleno exterminio, es una manera cualquiera de hacer cine.
Encuentros con Dios
Si algo aclaran estas memorias es que la controversia sobre su personalidad está infundada: es exactamente lo que aparenta, el brazo armado de la propaganda nazi. Se derrite al recordar los encuentros que mantiene con Hitler, como cuando éste fue a visitar a Leni durante una convalecencia y le invitó a que, una vez terminada la guerra, escribieran juntos guiones de cine. Era un momento dulce en la carrera bélica del Führer, el mundo estaba a sus pies y tendía puentes a la esperanza… “Cuando todo acabe”. Le habló largo y tendido, dice, de cuán importantes eran las buenas películas. La mayor preocupación de Hitler en los primeros años de conflicto era hacer buen cine. “Si las películas se hicieran de forma genial, podrían cambiar el mundo”, dijo Hitler, el hombre que prefirió hacerlo enterrando a Europa en el horror de la barbarie.
En esa primera charla sobre cine, el caudillo esgrime una idea que le garantizaría la inmortalidad fílmica: “Imagino una cinta de un finísimo metal, que resultara inalterable con el paso del tiempo y a las influencias de la intemperie, y que durara siglos. ¡Figúrese usted si dentro de mil años la gente pudiera ver lo que ahora estamos viviendo!”, su obra, su tesoro, su inmortalidad. Hablaba en aquel encuentro como si la guerra hubiera terminado a su favor, como si vivieran en paz, como quien cuenta un chiste macabro.
En su último encuentro, el 30 de marzo de 1944, un año antes de la muerte de Hitler, un Mercedes negro recogió a Leni y a su pareja Peter Jacob, el primer teniente de la infantería de montaña, “soldado activo de la división de cien mil hombres y desde el primer día de la guerra en el frente”. Merece detenerse, un momento, en este personaje al que conoció durante su rodaje de Tierras bajas, para extraer el momento tórrido de las casi mil páginas del volumen: “Entonces llamaron a la puerta. A mi pregunta de quién era, no recibí respuesta. Llamaron más fuerte, y nadie respondió. Entonces golpearon la puerta violentamente. Indignada, la entreabrí. Peter Jacob estaba ante la puerta; introdujo la bota por el resquicio, entró a la fuerza, cerró la puerta con llave por dentro y, tras una fiera resistencia, logró su propósito. Yo no había conocido jamás una pasión como aquella, y nunca había sido amada de tal modo. La experiencia fue tan profunda, que cambió mi vida. Era el comienzo de un gran amor”.
Juntos ante Hitler, finales de marzo de 1944, comprueban que aquella magna figura perdía fuelle, se escurría por su uniforme, su figura contraída y el temblor de una mano. “Desde la última vez que nos habíamos visto, Hitler había envejecido. Pero a pesar de ello seguía irradiando el mismo magnetismo de siempre. Me di cuenta de que los hombres y las mujeres que lo rodeaban obedecían sus órdenes a ciegas”. ¿Por qué sería?
El escollo británico
Él habló sin parar durante una hora, sin interesarse por nada y por nadie más que por sí mismo. Sólo le preocupaban tres temas. Uno, la reconstrucción de Alemania después del final de la guerra. “Alemania –dijo Hitler- resurgirá de las ruinas más bella que nunca”. Dos, Mussolini, el único italiano excepcional, que arrastraba la maldición de su pueblo. “La entrada de Italia en la guerra fue para nosotros una carga”. Y tres, Reino Unido, su gran dolor. Dice Leni que algunos de sus generales creían que su predilección por los británicos era tan grande que aplazó con todo tipo de pretextos la invasión de la isla y el final renunció a ello.
“La idea de destruir Gran Bretaña por completo le habría resultado insoportable. Su sueño político de construir con Gran Bretaña un mundo que se ajustara a sus propias concepciones contra el comunismo se vino abajo”…. Entonces Hitler se puso a temblar y a vibrar de rabia, apretó los puños y gritó: “¡Tan cierto como que estoy yo aquí, jamás volverá un británico a hollar con sus pies suelo alemán!”.
Asegura que para entonces sus sentimientos hacia Hitler se habían enfriado, porque le parecía “terrible” que “no buscase ningún medio para poner fin a aquella guerra asesina y sin esperanza”.
La única referencia al Holocausto que hace Leni Riefenstahl aparece cuando el otoño de 1942, al llegar de los montes Dolomitas vio en Munich, “por primera vez”, que los judíos “llevaban una estrella de David amarilla cosida en la ropa”. Explica que sintió “indignación y vergüenza”. Cuesta más creer cuando, además, declara que no supo hasta después de la guerra que les conducían a campos de concentración para ser exterminados. Difícil de creer en alguien tan cercano a la cúpula nazi, que viajaba por los montes de Europa central y llegó a España en 1943 buscando localizaciones para su película -siempre su película, por encima de todo, su película.
Cuesta tanto creer en su palabra hoy y entonces. Al día siguiente de la muerte de Hitler ella no tiene lugar en el que alojarse, busca la puerta de sus amigos y familiares, que le muestran que no están dispuestos ni a perdonar ni a olvidar: “¿Creíste que te ayudaríamos? ¡Puta de los nazis!”.