«En los campos de concentración y de exterminio, los verdugos no solo masacraron a hombres, mujeres y niños; también mataban el tiempo».
Sobre los campos de concentración nazis (Konzentrationslager, abreviado KL) existe una numerosa bibliografía, prácticamente inagotable, del mismo modo que suele serlo el período nazi en general y el Holocausto en particular. Los estudios suelen centrarse muy a menudo, y gracias a una amplísima documentación basada en memorias y recuerdos de los supervivientes, en las víctimas, dejando un poco más de lado el caso de los perpetradores. Y tratándose de estos últimos, lo habitual es focalizar el interés en los responsables del genocidio nazi, los jerarcas del partido, los líderes de las SS o algunos de los asesinos más notorios. Queda en un espacio aparte, bastante menos tratado, la figura de los guardianes de los campos de concentración. ¿Qué papel jugaron en el funcionamiento cotidiano de esos campos de la muerte? ¿Cómo se formaban para ejercer su oficio? Y, especialmente, ¿cómo era su día a día, su bienestar, sus mecanismos de entretenimiento? A este empeño dedica Fabrice D’Almeida su libro Recursos inhumanos. Guardianes de campos de concentración, 1933-1945 (Alianza Editorial, 2013).
«Debemos acabar definitivamente con la idea de que los campos se concibieron como órganos aislados de la sociedad y de que los procesos de represión del nazismo fueron una excepción en el conjunto de la ingeniería social del III Reich. La gestión de los campos formaba parte de la experimentación social y de la creatividad política» (p. 16), comenta D’Almeida en el prólogo de este libro conciso, breve y quizá redundante en algunos aspectos. El historiador francés recoge diversas ideas alrededor del entorno concentracionario nazi, poniendo el énfasis no en los comandantes de los campos, sino en la figura de los guardianes y las guardianas de los mismos. Trabajadores con turnos de ocho horas, se podría pensar poniéndonos en la óptica nazi, perfectamente adiestrados y adoctrinados, surgidos de las filas de las SS, comprometidos con un oficio que provocaba un enorme estrés mental y, por tanto, con una necesidad de evadirse en su tiempo de ocio. Esta mirada fría no minusvalora su grado de responsabilidad en los crímenes del genocidio nazi, pero nos obliga a reflexionar sobre el fenómeno concentracionario a ras de suelo, si se me permite la expresión. Para D’Almeida, el estudio del comportamiento laboral y su gestión del tiempo libre nos permite entender como, alrededor de todo este entramado, «los burócratas del nacionalsocialismo desarrollaron un pensamiento global y dedicaron mucho tiempo a maximizar el rendimiento de sus decisiones al servicio de su visión del mundo. Paso a paso, los campos fueron adquiriendo el aspecto de lugares de aislamiento, territorios represivos, espacios de urbanización, fuentes de mano de obra, establecimientos de producción industrial, centros de exterminio, unidades de reciclaje, etc.» y al mismo tiempo el espacio concentracionario «acabó siendo el territorio de economistas y expertos en producción industrial, que exigían que el personal de vigilancia se adaptara a cada etapa y, como buenos gestores, le proporcionaban la formación adecuada», y además su bienestar cotidiano (pp. 17-18).
Heinrich Himmler, Reichsführer de las SS y dirigente supremo del archipiélago de KL y VL (abreviatura de los Vernichtungslager, o campos de exterminio), se preocupó desde el principio por la formación de los guardianes de los campos, insistiendo a los directores de los mismos en labores de enseñanza acerca de la situación, los métodos y la doctrina teórica. Por tanto, los guardianes, evocando y pervirtiendo el ejemplo de los guardianes de la Politeia platónica, Himmler aspiraba a crear una superélite de vigilantes que, sancionados por la pureza de sus orígenes arios y un adoctrinamiento adecuado, debían transformar el mundo. Y el funcionamiento de los campos de concentración importaba tanto como el desempeño militar de las Waffen-SS. En 1944 alrededor de cuarenta mil personas trabajaban en los campos. Unos centenares de ellos fusilaron, gasearon y eliminaron a los prisioneros. La inmensa mayoría hacían labores de vigilancia, pero todos ellos eran conscientes del papel que jugaban en el exterminio que se desarrollaba en sus lugares de trabajo. El maltrato era cotidiano, la tortura usual e incluso, en algunas ocasiones y contraviniendo las directrices nazis, se producían abusos sexuales de prisioneras. ¿Cómo soportar todo ello? Himmler y sus subordinados en las SS plantearon un particular «Estado del bienestar» en el seno de las SS y dirigido hacia esos miles de trabajadores de los campos. Interesarse por las condiciones reales de trabajo de los guardianes y las guardianas de los campos, dando constantemente instrucciones para mejorarlas, fue una de las tareas que Himmler nunca dejó de lado. El asesinato masivo de centenares de miles de personas en las primeras fases del Holocausto –«la Shoa por las balas», en expresión de Timothy Snyder en su estremecedor libro Tierras de sangre– nunca fue fácil para la salud mental de los perpetradores del genocidio, ni tampoco lo fue en el trato diario de los campos de concentración. D’Almeida incide en cómo Himmler concebía a sus guardianes como los «pastores de rebaños» de subhumanos, partiendo de ideas del filósofo Martin Heidegger, y a su vez podría catalogarse al propio Himmler como un particular «director de Recursos Humanos»: había que garantizar el «bienestar» de esos miles de «pastores», vigilando que cumplieran con su jornada laboral y que tuvieran espacios de ocio y entretenimiento que les ayudara, no sólo a sobrellevar la dureza de su oficio (que también), sino especialmente a «favorecer una buena integración [en el seno y el orden de las SS]» (p. 262). Trabajando tantas horas, debían distraerse por medio de actividades culturales o lúdicas –libros, discos, juegos, deporte, espectáculos teatrales, visionados cinematográficos–, pues «su peor enemigo era el aburrimiento, la desocupación, como si esto amenazara con colocarlos en la misma situación en que se encontraban las mismas poblaciones que vigilaban y que consideraban, a pesar de que estaban sometidos a la esclavitud, como parásitos. De este modo, se confirmaban los prejuicios que producía y canalizaba la sociedad nazi. Así se reafirmaba su posición de garantes de un orden que solo podía sostenerse con su colaboración» (pp. 262-263).
Viendo pues los libros que leían y que nutrían las bibliotecas de los diversos campos de concentración y exterminio, las comandas de discos, las programaciones de radio y cine, los juegos de mesa que solían practicarse, los deportes que se potenciaban y los instrumentos musicales que solían reclamarse en las peticiones de material a la Kommandantur central del archipiélago concentracionario, y aunque en ocasiones puede tratarse de un tipo de información aparentemente árida, D’Almeida nos acerca al día a día de los guardianes. Conocemos los nombres de comandantes y guardianes que maltrataban y torturaban a los prisioneros, pero no tanto el modo en que se distraían una vez que acababa su jornada laboral. ¿Qué papel jugaron las guardianas, por ejemplo? D’Almeida analiza el rol que ejercían dentro del campo, interactuando estrechamente con las prisioneras, manifestando una violencia profesionalizada sobre ellas, ejecutando «una brutalidad que habría de virilizarlas» (p. 64). Incide en la sexualidad de los guardianes y las guardianas, superando los «estereotipos de construidos en la posguerra para realzar la monstruosidad de los verdugos, como si hubiera sido necesario añadir a sus crímenes comportamientos que chocaban con el sentido común» (p. 107), de modo que se concluye que la sexualidad no era tan libre como los relatos de algunos prisioneros daban a entender. Desde la dirección de las SS se insistió en la pureza racial en las relaciones sexuales, se potenció y vigiló los matrimonios, se crearon burdeles oficiales para ellos, mientras que no se hacía nada parecido para las mujeres. En última instancia, «las actividades sexuales se entendían como una manifestación lógica de la virilidad» (p. 114) y especialmente de la necesidad de no contaminar la raza aria, por tanto los contactos sexuales de guardianes (y guardianas) con las prisioneras eran escasos y fuertemente perseguidos.
Todo el programa de «recursos inhumanos», parafraseando el título de este libro, tenía un objetivo claro: dentro de un particular «Estado del bienestar» –y que en todo el Reich nazi tenía un precedente en organismos como la organización Kraft durch Freude (La fuerza por la alegría), dirigida por Robert Ley–, en el que proteger y socorrer a los ciudadanos, había que favorecer la integración de los guardianes en la cultura política y, al mismo tiempo, crear la ilusión de una realización personal: «para el personal administrativo y represor de los campos, el deporte, la música, los juegos de cartas e incluso las visitas al burdel formaban parte de los ritos de socialización que situaban a cada uno en el lugar apropiado dentro del universo concentracionario» (p. 263). Era esencial, concluye D’Almeida, cuidar la atención de, en palabras de Himmler, este «material humano», pues «su resistencia o su fragilidad constituían un motivo de preocupación para los responsables de las SS, que sabían que la violencia podía producir efectos penosos en los guardianes si no se organizaban las cosas adecuadamente para facilitar su tarea» (p. 264). Pues, en última instancia, se trataba de que el trabajador/guardián realizara su oficio en las mejores condiciones. La frialdad que subyace tras esta idea de gestionar los «recursos (in)humanos» de los vigilantes sigue siendo tan estremecedor hoy en día como pudieron percibirlo los prisioneros de los campos de concentración nazis. Fuente: hislibris