Cuantas veces hemos escuchado que cuando algunas personas se refieren a la policía, la llaman: “la cana”. A veces suena un poco peyorativo, como una falta de respeto hacia los uniformados; pero… ¿De donde viene esta palabra? ¿Cómo empezó esto de “ahí viene la cana”?
La respuesta nos la brinda Roberto Arlt,* el escritor nacido en Buenos Aires, dueño de una narrativa urbana de tintes policiales, influenciadas quizás cuando trabajaba como cronista policial en algunos diarios de la capital, como cuando lo hacía en “El Mundo”, donde el 20 de julio de 1929 escribía: Ha fallecido el comisario Racana, que diera origen con su nombre a la imagen “¡ahí viene la cana!”.
Así se lo contó, en cierta oportunidad a Josué Quesada el dicho comisario, quien narra que cuando era oficial inspector, se había hecho popular en ciertos barrios por sus razias contra los malandrinos. Y los chicos, en cuanto a la distancia veían aparecer la popular figura del comisario, lanzaban el grito de alarma: “¡Ahí viene Racana!”.
Pero tanto usaron el apellido que éste terminó por desgastarse y la R y la A se fusionaron en “la”.
El grito prosperó primero entre los pibes que jugaban al football en medio de la calle. De eso hace muchos años, cuando aún no existía el subterráneo y los terrenos que hoy cuestan cincuenta pesos la vara, estaban ocupados por hornos de ladrillos.
Jugar al football en medio de la calle o en las calzadas, fue siempre un juego prohibido y perseguido por la policía de aquellos buenos tiempo. Los ladrones, entonces, tomaban el sol en las esquinas del arrabal; los vigilantes los conocían, pero como un ladrón es más peligroso que un muchacho, “la cana” se ensañaba con los futuros Tarasconi, Tesorieri, Monti, Paternoster, Ferreyra y Ochoa. Perseguía a los menores y a la pelota, más a la pelota que a los menores. Se hacía en cualquier vereda un partido de gambeta y pechazo y, cuando la partida estaba en lo mejor y se habían roto varios vidrios y atropellado a innúmeras comadres que venían de la carnicería, al trote de su jumento escuálido aparecía “la cana”. La cana designaba al gremio de polizontes; no se refería a uno en especial, sino a la policía. “Ahí viene la cana” así como más tarde al gremio de investigaciones se designó con el nombre de la “yuta” y “ahí viene la yuta” fue un término de alarma entre los ladrones, como el anterior lo fue entre los “footballers” callejeros.
Recuerdo que no había grito que indignara más a los vigilantes que este “ahí viene la cana”. La susodicha indignación, casi siempre, recaía sobre la pelota de jugar al football, pelota que secuestraba el “chafe” y gloriosamente llevaba bajo el brazo hasta la comisaría. En aquellos tiempos ese procedimiento era una forma de hacer méritos, como lo hacen hoy los agentes de tráfico encajando una multa por cualquier pavada. (El caso de pasar boletas).
Demás está decir que entre la purretada y la policía mediaba un odio tremendo. El arrabal de aquel entonces tenía un periodiquín nocturno que se llamaba El Picaflor Porteño y una barra de maleantes que, en cuanto podía, achuraba a la policía sin escrúpulos de ninguna especie.
Los chicos tomaban ejemplo de los grandes y recuerdo que el deshonor caía sobre la familia que tuviera entre sus miembros un individuo que trabajara de vigilante.
Estos, a su vez, abominaban de la gente arisca; pero como contra ella nada podían hacer porque los caciques políticos defendían a los maleantes, “la cana” se ensañaba con los chicos. Parece mentira, pero es así. En la calle sudaban sujetos que tenían un montón de muertes en su haber, mas no era raro el día en que un mocoso era detenido por hacerse la rabona; y recuerdo que un amigo mío (se había hecho la “rata”) por intentar escabullirse de entre las manos del vigilante, fue llevado a la comisaría veintitrés con cadena. Este chico tenía once años...
Estos, a su vez, abominaban de la gente arisca; pero como contra ella nada podían hacer porque los caciques políticos defendían a los maleantes, “la cana” se ensañaba con los chicos. Parece mentira, pero es así. En la calle sudaban sujetos que tenían un montón de muertes en su haber, mas no era raro el día en que un mocoso era detenido por hacerse la rabona; y recuerdo que un amigo mío (se había hecho la “rata”) por intentar escabullirse de entre las manos del vigilante, fue llevado a la comisaría veintitrés con cadena. Este chico tenía once años...
La perrera y los vigilantes concitaban así en su contra el odio del arrabal. Aquel que distinguía el carro perrero a la distancia, llevaba la alarma a diez cuadras a la redonda. Con el vigilante ocurría lo mismo. El grito “ahí viene la cana” lanzado por los purretes ponía en guardia a los grandes, hacía escurrir a los perseguidos; los compadritos que tenían alguna cuenta que saldar entraban al almacén; los que tenían la conciencia intranquila pero la seguridad de que nada les ocurriría, se quedaban en la esquina tomando el sol, con el ala del sombrero bien doblada sobre la frente; y en aquellos días, insisto, era más peligroso ser socialista que haber degollado a media docena de prójimos.
Y los que pagaban el pato eran los menores. Partido de football que se organizaba, fracasaba si no se tenía precaución de poner a un purrete de guardia en el lugar donde solía comparecer el “chafe”. Igual ocurría en los robos de fruta, en que la muchachada solía, o solíamos, ir a despojar los frutales de las quintas. A la persecución de los tanos, con sus mastines, se unía la de media docena de “canas” a caballo, que hacían un ruido enorme para demostrar que nada había entre dos platos.
Y la voz corrió, se hizo popular.
En otra nota dije que los chicos de hoy desconocían un montón de emociones que hemos experimentado nosotros, los mayores. “La cana”, el vigilante destartalado, turco o italiano, con barbas de siete días y piernas arqueadas y casco doblado para cualquier costado, ha desaparecido. “La cana” constituye hoy un cuerpo uniformado, con academia, condecoraciones, premios de las ligas que no ligan nada. “La cana”, la legendaria “cana” semicómplice a veces de los furbos y malandrines, compleja, turbia y despreciada, ha desaparecido.
-Hoy, cualquier zonzo con uniforme es respetado –me decía vez pasada un sargento de otros tiempo-. Antes el uniforme no valía nada, lo que valía era el hombre. Esos tiempos pasaron. Lo que hace falta es que pasen ciertas cosas de estos tiempos.
Creo que este artículo contesta el tema de “La Cana ” por la policía; pero también habrá escuchado que les llamaban “Botones”, por policías. De ahí la frase: “-¡No seas botón!”. Bien, he escuchado que esta frase proviene de las antiguas rondas policiales, cuando los uniformados vestían trajes con botones dorados o plateados, los que brillaban en la noche ante las luces artificiales de las calles y eran percibidas por los marginales de la periferia porteña, especialmente los dedicados al delito, quienes al observar el brillo mencionado gritaban: “¡Ahí vienen los botones!”
Lo mismo ocurre con “Los Tiras” por policías, por relación a las tiras que identificaban la jerarquía de los policías, generalmente puestas en los brazos, en su mayoría suboficiales, quienes eran los que realizaban el servicio de calle (patrullajes, puntos fijos, etc). Estas tiras resaltaban con colores claros (amarillos o blancos) sobre la tela oscura (negra o azul marino) del uniforme.
“Rati” es el policía de civil, supuestamente por inversión de “Tira” del ejemplo anterior, el “tira” marca el uniforme, el “rati” a la inversa es sin uniforme. Este lunfardo solo lo escuché en boca de policías. Jamás escuché a los delincuentes hablar de “rati”, por lo que estoy convencido de que se trata de una autodenominación de los hombres de investigaciones.
A la policía se la denomina con otras denominaciones aparte de las vistas, como “yuta” y otras tantas. Todas conforman un lunfardo que fluye desde las marginalidades y ocupan rasgos de popularidad por medio de temas musicales y el folclore propio de cada pueblo. Alguien una vez preguntó: -¿Cómo la llaman ustedes a la policía? Y le respondieron en tono de broma: -No la llamamos, viene sola…
* Publicadas originalmente en El mundo, 20 de julio de 1929 y reproducidas en Tratado de delincuencia: aguafuertes inéditas, (recopilación y prólogo de Sylvia Saítta), Biblioteca Página/12, Buenos Aires, 1996.