por Carlos Alberto Montaner
Raúl Castro le entregó el pasaporte a Yoani Sánchez. Personalizo la anécdota porque “el gobierno cubano” es una entelequia. Desde hace más de medio siglo ahí se hace lo que desean y deciden los hermanos Castro.
Nadie aclaró nada sobre la larga lista de cubanos “regulados” que no pueden salir del país. Le negaron el pasaporte, por ejemplo, a Rosa María Payá, la hija de Oswaldo, el líder democristiano muerto en un accidente de tránsito recientemente. Los Castro son los dueños del rebaño. Pueden hacer lo que les da la gana con sus súbditos.
Sin embargo, es obvio que Raúl Castro desea hacer algunos cambios. ¿Por qué? Porque se da cuenta del horrendo desastre provocado por la revolución. Él no es, como Fidel, un tipo cegado por las fantasías ideológicas. Es más práctico. Tiene los pies en la tierra. Naturalmente, no es mejor que su hermano. Fidel asesinaba u ordenaba asesinatos por cálculos políticos. Raúl mataba como una tarea revolucionaria. Era, creía, su sanguinario deber.
¿Por qué no avanzan las reformas? Lo ha explicado muy objetivamente el economista Carmelo Mesa Lago, decano de los estudios cubanos, en un excelente libro, titulado como este artículo, publicado en España por la Editorial Colibrí:
“Las reformas estructurales, que son más complejas y cruciales, mayormente no han logrado un claro éxito hasta ahora, en buena parte debido a trabas y desincentivos (algunos suavizados por ajustes posteriores), pero también por fallas de diseño y profundidad en los cambios. La actualización del modelo económico, con predominio de la planificación centralizada y la empresa estatal, tiene el lastre de 52 años de similares intentos fallidos”.
En Cuba –de acuerdo con la obra de Carmelo– ha habido diez ciclos económicos y numerosas reformas, invariablemente frenadas y revertidas por la obsesión fidelista por el control, el colectivismo y la visión dogmática. Esta vez no es diferente. Es verdad que gobierna Raúl, pero la sombra de Fidel planea sobre los cambios y los impide.
Cuando Raúl les dice a los visitantes que llegan a su despacho que “alguna gente” se opone a los cambios y debe ir muy gradualmente para vencer esos obstáculos, es un penoso eufemismo. “Alguna gente” es Fidel Castro. Allí no hay nadie con autoridad o pantalones para frenar nada o para oponerse, exceptuado el viejo y muy deteriorado Comandante.
Es al revés: entre la clase dirigente prevalece la misma sensación de fracaso y frustración que embarga al propio Raúl. Si mañana el general-presidente, ante la evidencia de que no sirve para nada, se atreviera a admitir que hay que desmontar total y rápidamente ese absurdo disparate, los aplausos lo dejaban sordo.
Pero su subordinación intelectual y emocional a Fidel es absoluta. Gobierna para complacerlo, aunque intuya que se está equivocando.
El discurso que Raúl acaba de pronunciar en Chile durante la reunión de la CELAC, donde se refiere a Fidel como su “jefe”, es la penosa demostración de esta enfermiza relación. Ahí están, encapsuladas, todas las seculares tonterías antiamericanas y antieconómicas que mantienen a Cuba en la miseria y a los cubanos soñando con huir de esa pesadilla.
Lo curioso es que Raúl Castro tiene entre sus objetivos restablecer y normalizar las relaciones con Estados Unidos, y sabe que eso va a ser imposible si no comienza una apertura política real.
Se lo explicó el presidente Obama al periodista José Díaz-Balart de la cadena Telemundo: para considerar un cambio radical de la política norteamericana hacia Cuba hay que soltar los prisioneros, aceptar la prensa libre y el derecho a la libre asociación. Es lo mínimo.
Está muy bien que le den el pasaporte a Yoani, pero no es suficiente. Desde la perspectiva de Washington, es la dictadura cubana la que debe renunciar a sus peores rasgos. Es muy interesante que en la Isla todavía rueden autos de hace setenta años, pero es trágico que ese pobre país siga gobernado con el espíritu y las reglas de esa época. Obama dixit.