Por qué nos autodestruimos

Sin verdad, la libertad queda encarcelada
Monseñor Vitaliano Mattioli habla de su último libro.


Es la idea central que presenta en «Libertad encarcelada» («Libertà imprigionata») (ed. Segno, 2004), el último libro de monseñor Vitaliano Mattioli, profesor de la Pontificia Universidad Urbaniana y vicepresidente del Pontificio Instituto S. Apollinare.
(ZENIT.org)




¿Por qué ha elegido este título para su libro?
Hace algunos años que deseaba escribir algo sobre este argumento. Estoy notando una tendencia en las personas a hacer elecciones negativas que les encarcelan. Al considerar la libertad humana como «anarquía», la persona no se libera sino que se autoencadena: encarcela su libertad.
El hombre no es ya el «señor» de sí mismo sino que su concepción errada de la vida y de la existencia lo conduce a su destrucción. En la parte central del libro, analizo algunas de estas cadenas simbólicas que, al final, provienen todas de una postura no nueva que, de vez en cuando, reaparece a través de los siglos: plantear la vida como si Dios no existiera.
De aquí el subtítulo: «ensayo sobre la autodestrucción humana».


¿Cómo evitar esta catástrofe? En ese momento emerge la figura de Cristo, el único que es capaz de devolver al hombre su libertad originaria.
El Santo Padre en la «Veritatis Splendor» subraya que no existe libertad sin verdad. Afirmación que el Magisterio de la Iglesia repite continuamente.


¿Qué nos puede decir a este respecto?
El hombre ha roto el binomio «libertad/verdad». Ha querido ofuscar la verdad sobre Dios, no considerándolo ya el Creador y el origen de todo bien, el principio del ser y el dador de toda existencia. Al destituir un Dios trascendente, emerge el hombre prometeíco. He aquí otra verdad negada: la verdad sobre el hombre. Siendo criatura se siente creador. Al negar a un Dios creador, se ha puesto a fabricar al hombre; negado un Dios legislador, se ha convertido en su propia ley. De aquí el Estado ético.


Negando estas verdades, se ha abrogado también la libertad. No sólo desde el punto de vista individual sino también político: cuando una persona humana se pone en el pedestal, tras haber destronado a la divinidad, se considera dios, pero no un Dios Padre, sino un dios patrón, el dictador. Los derechos humanos ya no se tienen en cuenta; el hombre se reduce a vivir en una gran prisión. De esta manera, pierde también su libertad existencial.


Al abrogar a Dios, se considera absuelto y entonces se abandona a sus propias pasiones. Ya no actúa él mismo sino que son sus caprichos y sus apetencias malsanas quienes le dominan y controlan. Llegado a este punto, el hombre es capaz de realizar cualquier aberración.
El motivo por el que el Magisterio de la Iglesia insiste mucho en la defensa de este binomio no es sólo porque desea indicar una visión cristiana de la vida sino impedir al hombre, cualquier hombre, que se autodestruya.


La actual situación de Europa es un ejemplo de la contradicción entre verdad y libertad. En nombre de un mayor respeto al Estado laico y a la libertad religiosa, no se ha querido introducir la referencia a las raíces cristianas de Europa. ¿Qué piensa?
En mi libro, al hablar de una tercera cadena, la «mentalidad laicista», analizo la diferencia entre Estado laico y Estado laicista. Ya Pío XII no temía aceptar sin reservas «una sana laicidad del Estado». La laicidad acepta el pluralismo religioso y lo ve como un enriquecimiento.
El presidente del Senado italiano, Marcello Pera, en un discurso en Asís (15 octubre 2004) ha dicho que «la laicidad es un principio de autonomía, de tolerancia, de respeto ante confesiones, credos y filosofías».


En cambio es laicista el Estado que niega la realidad religiosa o considera que pertenece sólo a la esfera de la subjetividad. De aquí que la vida religiosa no tenga ciudadanía en el Estado laicista, que se transforma necesariamente en Estado ético. Europa querría considerarse laica aunque de hecho se está transformando en laicista. Este es el motivo por el que se ha obstinado en no reconocer en el preámbulo constitucional sus raíces cristianas.


Según Marcello Pera, «el laicismo es lo contrario: una ideología, a veces se convierte en una religión e incluso puede llegar a ser una religión ciega, obtusa, dogmática». «Quizá –añade–, esta religión laicista explica, más que todo el resto, el olvido de las raíces cristianas de Europa en el preámbulo del Tratado». Europa, sobre este punto, está empezando a ser de una intolerancia que preocupa.


En nombre de un concepto más libre de familia, se asiste a la voluntad de extender esta última también a las parejas homosexuales, permitiéndoles incluso la adopción de niños. ¿Cuál es su opinión?
Una premisa: absoluto respeto hacia las personas que se encuentran en estas situaciones. Una vez dicho esto, el reconocimiento de las parejas homosexuales es una de las consecuencias de haber elegido un Estado laicista.


Cuando la anarquía sustituye a la libertad (posibilidad de actuar en conformidad con la recta razón), todo es lícito. Yo soy ley para mí mismo y debo lograr que el Estado justifique, legislativamente, mis deseos.


Desde siempre, la familia ha sido considerada una unión entre una persona de sexo masculino y una de sexo femenino, reconocida por la sociedad. No se objeta sobre la opción individual de dos personas sino sobre la presión hacia las instituciones legislativas para hacer natural y, por tanto, legítima esta elección.


Todavía más si se trata de la adopción de niños por parte de estas parejas. Toda la psicología no hace otra cosa que confirmar la urgencia de la figura masculina y femenina en la educación del niño. Aquí, en cambio se trata de obligar al legislador en una dirección que va contra todos los sanos principios de la naturaleza y las conclusiones más obvias de la ciencia, en lo que se refiere al desarrollo equilibrado del ser humano.


También aquí prevalece el capricho: la satisfacción incondicionada de cualquier deseo, fruto del egoísmo y de la falta de búsqueda del bien del otro.