Madres Eduacadoras


Su ser educadora

La madre es la primera educadora del hijo


La mujer es madre en todas las dimensiones de su persona, no solamente en el plano biológico. Así que su misión materna no se reduce a gestar, dar a luz y alimentar a su hijo sino que consiste en «darle la vida» en el sentido humano y pleno, como corresponde al hijo en su condición de persona. De ahí que la madre es la educadora, la primera «formadora» del hijo y, por extensión, de toda la humanidad. Ella «da forma» a ese ser a imagen y semejanza de Dios y lleva al hijo a su plenitud humana. La mujer realiza esta misión no en un nivel meramente intelectual, ofreciendo una serie de enseñanzas, normas, conocimientos a su hijo, sino que le da toda su persona para que el hijo llegue a ser persona en plenitud.

Esto lo comunica la madre con la entrega de todo su ser: su cuerpo, su energía, su atención, su psicología, su imaginación, su sensibilidad, su goce y su sufrimiento en el don. Todo lo recibe el hijo y llega a imprimirse en su ser de forma indeleble. Sobre todo en los primeros años de vida del niño, desde su nacimiento hasta los cinco años, se da una unión física y psicológica muy fuerte entre madre e hijo a través de la cual la madre imprime en el niño los códigos de conducta que lo marcarán de forma definitiva para el resto de su vida. Esta experiencia es tan profunda en el niño que difícilmente otros «códigos» llegarán a borrar lo asimilado en esta etapa de su desarrollo. Aunque en etapas posteriores, el niño absorba códigos contrarios, tarde o temprano, sobre todo en su edad adulta, saldrá a la luz en sus reacciones y comportamientos lo que vivió en su primera infancia.


La educación: tarea recíproca del padre y de la madre
La mujer, con el apoyo del hombre, forma en sus hijos, el corazón del hombre y de la mujer. Esta misión dará todo su fruto en los hijos y en la comunidad familiar en la medida que tanto el padre como la madre se entreguen a su educación y acompañamiento. En esta misión, juega un papel importante la entrega recíproca que manifiesten los padres. Su amor esponsal ofrece al niño un clima indispensable para crecer con serenidad y madurez emocional. De ahí la necesidad mutua de cuidar y crecer en el amor por el bien de los hijos. Para esto la misma tarea educativa ayudará a que los lazos del amor se fortalezcan en el cumplimiento de su primer deber como padres. La tarea educativa implica no poco sacrificio, comunicación constante, compenetración de la pareja, flexibilidad y adaptación del uno al otro y de ambos a los hijos.

Los padres que aman de verdad, acogen a su hijo desde el momento de la concepción con una actitud incondicional, amándolo por sí mismo, independientemente de sus rasgos, cualidades, salud, personalidad. Ellos están llamados a ser instrumentos para que su hijo se desarrolle y florezca sobre todo en el amor, y de esta manera dé fruto llegando a ser un don para la humanidad.

Por otro lado, es importante que la función educativa no recaiga únicamente en uno de los cónyuges. Tanto el padre como la madre dejan en el niño una huella y unos códigos de conducta a través de la presencia cercana, solícita, atenta, activa de cada uno según su feminidad y según su masculinidad. Si falta la figura del padre como educador, difícilmente la madre podrá llenar su espacio y transmitir al hijo su influjo educativo. Igualmente en el caso de que sea la madre la que falte. Los padres, ambos, deberán cuidar, por tanto, que sus tiempos en el hogar sean realmente educativos. Aún viviendo la familia en la misma casa, los hijos pueden crecer con la ausencia de su influjo si las relaciones de familia han sido escasas, distantes y superficiales.

Por el contrario, la presencia equilibrada, no avasalladora ni posesiva, constante, natural, cordial, dentro del ritmo sencillo de la vida cotidiana, de los dos esposos unidos, aporta a los hijos unas bases de solidez emocional y afectiva, autoestima y equilibrio humano que asegurará su futuro de personas integralmente preparadas y formadas para cumplir con éxito su misión en la vida.

Al mismo tiempo, los padres reciben también de sus hijos auténticas lecciones de humanidad. Ellos podrán beneficiarse grandemente del don de sus hijos si mantienen ante ellos una actitud de apertura y disponibilidad. Cuando los niños manifiestan a los padres su amor por el bien y la verdad, se convierten para ellos en verdaderos testigos y mensajeros de Dios para la familia.

La mujer en las instituciones educativas

La mujer puede, así mismo, prolongar su misión educadora más allá de los límites de su propia familia, dedicándose a la formación de la infancia y la juventud en una institución educativa.

Todos aquellos que se dedican a la educación, se encuentran en una situación privilegiada para moldear las mentes de las personas que les son confiadas. Su labor como codificadores de conducta será trascendente para el futuro de los alumnos, siempre que en su trabajo no se reduzcan a «informar» sino que transmitan actitudes y principios de vida, convirtiéndose en auténticos testigos de la verdad.

Los educadores, en este caso la mujer educadora, se convierte para los educandos en modelos de comportamiento. Ellos llegan a moldear lo que será el conjunto de opiniones, ideas, actitudes, conductas, modos de reaccionar del grupo humano sobre el que influyan. Es necesario tomar conciencia del alcance que tiene la educación como un medio que forma las mentalidades. Un niño o un adolescente entra en profundo conflicto cuando hay un enfrentamiento entre lo que le enseñan en casa sus padres y lo que oye en el colegio de sus profesores. Padres y formadores son para el niño una verdadera seguridad, un punto de referencia de todas sus facultades, particularmente un punto de referencia afectivo. Este tipo de antagonismos supone para él profundas rupturas que tendrán sus consecuencias en años posteriores: individualismo, relativismo, falta de confianza en sí mismo y en los demás, rebeldía contra toda autoridad.

Por lo tanto, las mujeres, que son, al mismo tiempo, madres y educadoras, conscientes de esta realidad, podrán influir muy positivamente en el ámbito educativo entablando relación con los padres de los alumnos para lograr que eduquen al niño de forma armónica de modo que no sienta división entre lo que aprende en casa y en el colegio. Al mismo tiempo, las educadoras pueden extender su influjo a los mismos padres de familia dándoles a conocer los principios que se enseñan a sus hijos para que sea toda la familia la que se enriquezca con el conocimiento de la verdad. Así la escuela se convierte en una fuente de irradiación de la verdad en las familias.